El escándalo que envuelve al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, evidencia no solo la fragilidad institucional en España, sino también la utilización partidista de la Fiscalía con fines políticos. Lo que comenzó como una filtración de datos procesales ha derivado en un grave caso de revelación de secretos. Y, como suele suceder, la estrategia de defensa del fiscal general ha consistido en victimizarse en lugar de asumir responsabilidades.

Lejos de ser un episodio aislado, este caso refleja la crisis estructural del sistema judicial español, donde las conexiones entre el poder ejecutivo y la Fiscalía han permitido el uso arbitrario de las instituciones para favorecer a unos y castigar a otros. No es casualidad que la misma Fiscalía que ha perseguido al independentismo catalán con especial dureza ahora se vea atrapada en su propio juego de filtraciones y manipulaciones.

Mientras claman por la falta de proporcionalidad en la autorización para acceder al móvil de García Ortiz, sostienen que no hubo vulneración alguna al acceder al contenido de mi teléfono móvil ni a los documentos de mi defensa, utilizando de manera espuria los datos obtenidos. La ley, parece, no es igual para todos.

Dicho esto, conviene dejar claro que García Ortiz es inocente hasta que se demuestre lo contrario, lo cual dependerá de la acumulación de pruebas indiciarias o de la aparición de alguna prueba directa de la presunta filtración.

Todo comenzó en enero de 2024, cuando la Agencia Tributaria remitió a la Fiscalía una denuncia contra Alberto González Amador, pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, por presuntos delitos fiscales. Lo que podría haber sido un procedimiento rutinario se convirtió en un escándalo cuando la propia Fiscalía divulgó información reservada, exponiendo detalles de una propuesta de conformidad enviada en privado por la defensa de González Amador.

La filtración de un correo electrónico, de la propia denuncia de la Fiscalía contra González Amador y la publicación de esta información en una nota oficial de la Fiscalía de Madrid derivaron en una querella por revelación de secretos. En su defensa, García Ortiz alegó que la nota buscaba "aclarar" una desinformación mediática. Sin embargo, este argumento no solo es débil, sino que ignora la responsabilidad inherente a su cargo: la confidencialidad de la información procesal es un pilar del Estado de derecho y vulnerarla no puede justificarse con consideraciones políticas o mediáticas.

Este caso refleja la crisis estructural del sistema judicial español, donde las conexiones entre el poder ejecutivo y la Fiscalía han permitido el uso arbitrario de las instituciones para favorecer a unos y castigar a otros

Uno de los argumentos más repetidos por García Ortiz ha sido que la información ya había sido filtrada antes de la publicación de la nota de la Fiscalía. Sin embargo, esta afirmación no solo es irrelevante, sino también falsa. Lo que hizo la Fiscalía fue consolidar la filtración y legitimar la difusión de datos reservados. Es decir, en lugar de proteger el proceso, García Ortiz utilizó su posición para validar lo que, en cualquier otro contexto, habría considerado delictivo.

Más allá de esta estrategia defensiva, lo que realmente agrava su situación es la investigación judicial en su contra. La autorización de un registro en su despacho y la incautación de dispositivos electrónicos por parte de la UCO de la Guardia Civil evidencian que las sospechas sobre su conducta son fundadas. El hecho de que el fiscal general cambiara de móvil con frecuencia y borrara el contenido de sus dispositivos solo incrementa las dudas sobre su versión defensiva y se transforma en indicio de criminalidad.

Estamos, en todo caso, ante una acumulación de pruebas indiciarias que podrían ser valoradas por el Tribunal que lo enjuiciará. Sin perjuicio de ello, si llegan a aparecer pruebas directas de la filtración, la situación de García Ortiz se tornará insostenible.

Lo más alarmante no es solo la actuación de García Ortiz, sino la imagen que proyecta sobre el conjunto del Ministerio Fiscal. Durante años, la Fiscalía ha ejercido su poder con una marcada arbitrariedad, persiguiendo con especial saña a ciertos sectores —particularmente el independentismo catalán— mientras miraba hacia otro lado en casos que afectaban a sus aliados políticos.

El contraste es evidente. Mientras la Fiscalía avaló medidas desproporcionadas contra los independentistas catalanes, ahora se escandaliza por una investigación que toca a su máxima autoridad. No se puede olvidar que esta misma institución respaldó detenciones, prisiones preventivas y procesos judiciales sustentados en pruebas inexistentes y esotéricas. Sin embargo, cuando el investigado es su propio fiscal general, el discurso cambia y, de repente, los principios del Estado de derecho parecen ser una prioridad.

Si finalmente se confirma que García Ortiz cometió un delito de revelación de secretos, su continuidad en el cargo será insostenible. Sin embargo, dado el control que ejerce sobre un sector de la Fiscalía y la evidente politización de la justicia en España, el riesgo de impunidad es alto, salvo que surjan pruebas directas que confirmen el ilícito.

La gestión, marcada por la arbitrariedad y el abuso de poder, refleja el estado de un sistema judicial donde los principios fundamentales del derecho se sacrifican en función de intereses políticos

El precedente que dejaría su impunidad sería devastador. Un fiscal general que filtra información reservada sin consecuencias sentaría la base para que el Ministerio Fiscal se convierta, aún más, en un brazo político sin control, utilizado para perseguir a enemigos y proteger a aliados. De hecho, García Ortiz ha intentado desacreditar la investigación alegando que es víctima de una "persecución política", un recurso habitual en quienes, cuando ostentan el poder, defienden la dureza del sistema, pero cuando son investigados, claman por su presunción de inocencia.

El caso García Ortiz no es un escándalo aislado, sino el reflejo de la descomposición de las instituciones del Estado. En un país donde el poder judicial sigue influenciado por estructuras heredadas del franquismo y donde la Fiscalía ha sido instrumentalizada políticamente, la falta de credibilidad institucional es cada vez más evidente. La ciudadanía percibe que las reglas del juego no son iguales para todos y que la justicia responde a intereses políticos antes que al derecho.

Esta crisis se inscribe en un contexto de tensión institucional en España, donde el poder judicial se ha convertido en un campo de batalla política. Lo ocurrido con el fiscal general es un episodio más de una larga lista de actuaciones que evidencian cómo las instituciones han perdido su independencia y han sido utilizadas para servir a agendas partidistas.

El caso de García Ortiz pone de manifiesto que la Fiscalía en España no actúa con independencia ni neutralidad. Su gestión, marcada por la arbitrariedad y el abuso de poder, refleja el estado de un sistema judicial donde los principios fundamentales del derecho se sacrifican en función de intereses políticos.

Lo que está en juego no es solo el futuro de García Ortiz, sino la credibilidad del sistema judicial. Si el caso queda impune, quedará claro que en España las reglas solo se aplican a algunos. Y lo más grave es que, si se permite que un fiscal general vulnere el secreto de las actuaciones sin consecuencias, el mensaje será claro: el Ministerio Fiscal no está al servicio de la justicia, sino de quienes lo controlan.

Mientras tanto, la politización de la justicia en España sigue su curso, con un Ministerio Fiscal convertido en una herramienta del poder y que, lejos de garantizar la igualdad ante la ley, contribuye a su descomposición. En este contexto, la pregunta no es si García Ortiz dimitirá o será condenado, sino hasta cuándo se permitirá que la Fiscalía actúe como un actor político en lugar de como garante de la legalidad.