¿Por qué después de comer abundantemente —como por Navidad— todavía tenemos ganas de comer postres? Da igual que hayamos comido más de lo que habitualmente comemos, todavía nos apetece un trozo de roscón, o un mordisco de turrón (o dos o tres), pero de ninguna manera nos pondríamos a repetir de pollo, porque ya estamos hartos. Sin embargo, el dulce es diferente y seguro que todos conocemos a mucha gente que nunca dicen que no al dulce al final de la comida, y siempre les queda algún rinconcito vacío en algún intestino para "atacar" con ganas los postres, aunque sean compartidos con dos cucharas. ¿Os habéis preguntado el porqué de este comportamiento? Unos investigadores alemanes han investigado cómo las neuronas del cerebro regulan las sensaciones de hambre y de saciedad y, al mismo tiempo, han descubierto la explicación neurofisiológica de por qué, a pesar de estar hartos, todavía queremos alguna comida rica en azúcar.

El hambre es una sensación básica que nos permite buscar comida para sobrevivir, y se contrapone a la saciedad, la sensación de estar lleno y de haber cubierto las necesidades calóricas y de energía que nuestro cuerpo necesita. La saciedad es una sensación neurobiológica muy relevante, ya que nos permite no comer de más y mantener un peso corporal estable y un funcionamiento del organismo correcto. Paradójicamente, en muchos mamíferos, la sensación de saciedad va unida a un incremento del deseo de ingerir comidas dulces, es decir, deseo de ingerir azúcar; eso explica que la mayor parte de las culturas humanas se sirva postres dulces al acabar una comida, por copiosa que sea, y que la pastelería sea una arte culinaria muy apreciada. Esto también hace que muchos medicamentos dirigidos a incrementar la saciedad en personas con problemas de sobrepeso puedan disminuir la ingesta de la comida proteica, pero no limiten el deseo de ingerir dulces, los cuales tienen un componente calórico muy importante —a menudo combinando azúcares y grasas— y pueden enviar al garete todos los esfuerzos por adelgazar limitando la ingesta. El alimento dulce propicia que comamos más cantidad de lo que comeríamos, lo qué se ha demostrado, por ejemplo, en bebés humanos (según la dulzura de la leche, ingieren más o menos volumen de leche).

Además de responder al hambre y a la saciedad, el comportamiento durante la ingesta se modifica por nuestros sentidos, según los estímulos de la vista, el olor, la textura y el sabor de los alimentos. Comemos más de aquellas comidas que nos parecen atractivas y comestibles. Tanto las sensaciones internas como estos estímulos externos son interpretados por nuestro cerebro, que quiere defendernos de morir de hambre y que se adapta a las diferentes necesidades nutricionales a lo largo de nuestra vida. Pero, al mismo tiempo, la comida también está integrada en los circuitos que nos dan satisfacción e incrementan nuestra sensación de bienestar personal, por eso comemos —a menudo de forma compulsiva— cuando estamos angustiados o bajo estrés, aunque no tengamos hambre, para "premiarnos" de forma primaria en contextos y circunstancias más complejas que no nos satisfacen.

El hipotálamo es clave en la regulación de la sensación de hambre y saciedad

Se sabe que el hipotálamo, una zona interior del cerebro que responde a la concentración de hormonas y nutrientes en sangre, es clave en la regulación de la sensación de hambre y saciedad. Un grupo de neuronas del hipotálamo responde a la hormona leptina —que es secretada por el tejido adiposo en respuesta a la presencia de nutrientes— y entonces expresan una proteína denominada POMC, que será procesada en fragmentos más pequeños, como la hormona estimuladora de los melanocitos y la beta-endorfina. Estas neuronas que expresan POMC conectan con otras relativamente cercanas que tienen el receptor que se activa con la hormona estimuladora de los melanocitos, y provocan la sensación de saciedad, pero resulta que, además, también conectan con neuronas de una zona más lejana, que responden a la beta-endorfina. Los investigadores demuestran que estas neuronas activadas por la beta-endorfina son las que promueven el deseo de comida dulce.

Podríamos pensar, pues, que la inhibición de estas neuronas que se activan con beta-endorfina y nos provocan el deseo de comer azúcar podría ser efectiva en el tratamiento de la obesidad, pero como os podéis imaginar, no es tan fácil, porque la sensación de satisfacción que derivamos del placer de comer está íntimamente relacionada con el sentimiento de bienestar, y, si inhibimos estas neuronas, se puede provocar un estado llamado de anhedonia —es decir, una capacidad muy reducida de experimentar placer—, que está relacionada también con un estado depresivo. De hecho, la disminución de la apetencia de azúcar es una medida de la anhedonia y, concomitantemente, del comportamiento depresivo, y se utiliza para demostrar la respuesta a los tratamientos antidepresivos en humanos y ratones. Hay medicamentos antiobesidad que eran efectivos para provocar la pérdida de peso, pero que no llegaron al mercado porque al mismo tiempo interferían con la capacidad de sentir placer, lo que provocaba un incremento del estado depresivo y del número de intentos de suicidio.

Ahora, la siguiente pregunta que nos podemos hacer es ¿cuál es el porqué? Es decir, ¿por qué estos circuitos neuronales funcionan en sentidos diferentes y las mismas neuronas que estimulan aquellas que nos hacen sentir saciedad —por lo cual sentimos que tenemos que dejar de comer— al mismo tiempo estimulan las que nos piden un plus de azúcar adicional? Recordad que este tipo de comportamiento es innato en muchos mamíferos. Los investigadores de este trabajo hipotetizan que, una vez hemos satisfecho las necesidades básicas de comer (saciedad), el cuerpo se prepararía para tener un rinconcito de energía extra almacenada para cuando se tuerzan las cosas, y así, el azúcar que comemos como postres de hecho serviría para convertirse en una reserva de glucógeno y grasa. Sería como tener nuestro reservorio de seguridad, unos "ahorros" energéticos para utilizar cuando no haya bastante ingesta. Pero, claro está, ahora nosotros vivimos en la abundancia y no nos falta de nada, por lo tanto, el exceso de ingesta iría directamente a incrementar nuestro peso y provocaría disfunciones metabólicas que contribuirían a la obesidad y facilitarían la aparición de la diabetes de adulto.

En resumen, pues, ¿qué podemos extraer de todos estos experimentos? Que los circuitos neuronales que controlan la sensación de placer y bienestar están también muy relacionados con la compulsión de buscar alimento y de ingerir azúcar, y que necesitamos diseccionar de forma muy fina qué neuronas y como están conectadas para comprender como nuestro cerebro, junto con el resto del cuerpo, regula necesidades metabólicas y respuestas fisiológicas evolutivamente tan conservadas.

La próxima vez que después de comer os apetezca el dulce, recordad que son las mismas neuronas las que controlan la sensación de saciedad y las que nos hacen desear ingerir azúcar, y que, si estamos bien alimentados, quizás no nos hace falta que nos hinchemos a postres siempre. Se trataría de encontrar el equilibrio entre la necesidad y el bienestar.