Que tiene que haber responsabilidades políticas —y, si procede, penales— por lo que ha pasado en el País Valencià es importante decirlo estos días precisamente porque el dolor y el impacto de las imágenes están frescos. Es posible que lo que ha pasado sea la peor tragedia natural en la zona en más de un siglo. Es posible que todo solo acabe de empezar, sobre todo porque desde los estragos del cambio climático, el País Valencià es una zona vulnerable con respecto a fenómenos extremos. A pesar de todo, la rabia es porque la cortedad política evidente hace pensar que en los coches, en los márgenes y en los garajes hay muertos que se habrían podido evitar. La rabia que roza la náusea es porque estamos hablando de padres, de hijos, de amigos y de conocidos muertos por causa de una dejadez política con raíces lamentablemente hondas.
La negligencia del gobierno valenciano no tiene precedentes, pero los estragos de la DANA permiten estudiar el maltrato al País Valencià y la manera como se ha trinchado reiteradamente desde todos los ángulos. De la economía del ladrillo a la sustitución demolingüística, de ser la playa de Madrid a negarles el propio nombre, de una cobertura informativa nefasta mientras una parte del país se ahogaba hasta las corrientes a más trumpistas del españolismo elogiando los pantanos de Franco. Y los madrileños preguntando si por el puente de Todos los Santos llegarán trenes, para acabar de remacharlo. Hablar de política con muertos y desaparecidos es de mal gusto, porque nadie quiere ser el desgraciado que instrumentaliza los cadáveres, pero el jueves pasado oí a Concepció Veray —la voz del PP en la tertulia de RAC1— insinuando que la culpa era de los muertos por haber salido en coche mientras llovía y se me esfumaron los escrúpulos.
La mayoría de los males son consecuencia de haber recibido trato de colonia durante demasiados años con un solo argumento soterrado: odio a la catalanidad
La alternativa a no hablar de política es borrar responsabilidades y acabar culpando a las víctimas. Como si el gobierno de Carlos Mazón no fuera un colectivo de gente ultra que ha dedicado todos los esfuerzos mentales —los que sean— a una guerra cultural de toros y puros y como si todo lo pudiera arreglar poniéndose un chaleco rojo y poniendo cara de perrito abandonado en las ruedas de prensa. Su mala gestión es fruto de un bloqueo ideológico avalado por décadas de normalización de mala política. Respetar a las víctimas, pues, es hablar de política. Con el Estado español hay cosas que siempre funcionan de la misma manera y, por tanto, no es difícil adivinar que habrá baile de cifras con respecto a los muertos, que la asistencia que se dará a los vecinos llegará tarde —ya está llegando tarde— y mal, que todo aquello que tendría que cambiar quedará inmóvil y que las lecciones que tendríamos que sacar no tendrán ningún efecto. La incompetencia es evidente, pero baila cadenciosamente sobre la línea de la mala intención.
Durante muchos años, los principatinos hemos asomado la nariz por debajo del Delta con poca cosa más que condescendencia y sentimentalismo, sobre todo por la inquietud de que el País Valencià acabe siendo nuestra propia profecía autocumplida. Hay una tendencia profundamente principatina que consiste en culpar a los catalanes de las Illes Balears y el País Valencià de su propia españolización —en un sentido incluso más extenso que el étnico— solo por el placer de poder mirar a alguien por encima del hombro. Pero la mayoría de sus males son los nuestros y sí que quieren ruido. Las raíces son lamentablemente profundas y la tragedia tiene una manera cruenta de ponernos ante la realidad. La mayoría de sus males son consecuencia de haber recibido trato de colonia durante demasiados años con un solo argumento soterrado: un odio a la catalanidad que ha servido de justificación para convertirse en los criados de España en todos los sentidos posibles. Y en el principat apenas ahora empezamos a verle las orejas al lobo.