En época de frío, quizás no apetece hablar de la desnudez, pero no me referiré en este artículo a la desnudez física, sino a la situación que se da cuando las personas nos encontramos desnudas ante los poderes.
Durante siglos, y en diferentes ámbitos de la actividad humana, las personas hemos tenido estructuras de intermediación entre nosotros y aquellos que ejercían diferentes soberanías, en ámbitos bien diferentes. Una primera ruptura de este fenómeno de la intermediación se dio en el ámbito espiritual, con la Reforma protestante iniciada por Martín Lutero. En el texto "Sobre la libertad cristiana" (1520), Lutero critica los peregrinajes, la construcción de iglesias, las ceremonias, las órdenes religiosas, los altares, la vida monástica, las excomuniones, el derecho canónico, la tonsura, los trajes eclesiásticos, la teología, el poder temporal de los eclesiásticos, las fiestas y todo aquello que define como las "infinitas supersticiones", entre las cuales el sacramento de la confesión. Este texto fue un hito, en cierta manera, en el paso de la edad media a la edad moderna, porque planteaba una revolución en la relación entre religión y libertad. Un paso que sería remachado con la formulación del principio "Solus Christus", que considera que es inmoral e inútil la mediación y el poder jerárquico de la Iglesia de Roma, porque un cristiano, según la doctrina luterana, "está sujeto sobre todo al Señor y a nadie más que a él".
Sin estos mecanismos de intermediación, o con el afloramiento de estructuras de mediación inmediatas y fugaces, las personas nos encontramos desnudas ante los poderes
Si eso fue así en el ámbito de la religión, en muchas otras esferas de la vida también fue puesto en duda el papel de los organismos intermediarios. El Renacimiento, por ejemplo, comportó la eclosión de la individualidad y del individualismo, el establecimiento de la persona como medida de todas las cosas, y el hundimiento del feudalismo (y el del vínculo directo súbdito-señor). Más recientemente, los hombres y las mujeres hemos creado muchas otras estructuras de intermediación como las asociaciones (culturales, gremiales, deportivas, etc.), los sindicatos o los partidos políticos. Si con respecto a la religión, el debilitamiento de la intermediación se da ya, en algunos lugares de Europa, desde el siglo XVI, es obvio constatar que en nuestra casa este movimiento se ha dado con fuerza a finales del siglo XX y comienzos del actual. A veces, quizás de manera no demasiado consciente, ha habido un descenso hacia posiciones contrarias a la mediación eclesiástica que, en el mejor de los casos, ha sido sustituida por una espiritualidad construida individualmente.
Con respecto al resto de estructuras mencionadas, resulta también constatable que hay un debilitamiento del asociacionismo, cuando menos tal como lo habíamos conocido. Cuando se conversa con dirigentes de asociaciones, sale a menudo el tema de la ausencia de relieve generacional, la falta de jóvenes que quieran liderar estas estructuras. Probablemente, los jóvenes tienen otras maneras de reunirse y de asociarse para la promoción y trabajo de sus intereses, pero a menudo se hace al margen de las asociaciones establecidas.
Respecto de los sindicatos y de los partidos políticos, el grado de afiliación ha sido tradicionalmente bajo en nuestras regiones. Quizás se expresa así nuestra veta anarquista, pero también es cierto que este grado de afiliación ha ido disminuyendo con el paso del tiempo, y no guarda ninguna relación con una oferta creciente de afiliación sindical o política. A mayor oferta, menor adhesión. También es cierto que el grado de desconfianza de buena parte de la población respecto de la oferta sindical o partidista se lo han ganado a pulso, con diatribas, componendas, casos sonados de corrupción, tejemanejes y decisiones que honran poco la acción cívica de estas estructuras, que fueron más sólidas en el pasado.
Sin estos mecanismos de intermediación, o con el afloramiento de estructuras de mediación inmediatas y fugaces, las personas nos encontramos desnudas ante los poderes, y los poderes (económicos, sociales, culturales, administrativos, etc.), lo saben y se aprovechan. ¿El individualismo rampante no disminuye las posibilidades de cada individuo de ser escuchado? ¿No es más fácil para los poderes torearnos? Antes de cargarnos las estructuras de mediación, o de no sustituirlas por otras más adaptadas, quizás sería bueno hacer alguna reflexión sobre nuestra condición de desnudez.