Nación, progreso, libertad, independencia. He ahí las cuatro palabras del lema que ha presidido el congreso extraordinario celebrado por Junts per Catalunya en Calella. El cónclave ha supuesto el retorno formal de Carles Puigdemont a la presidencia del partido, que ocupaba Laura Borràs, y la renovación de la cúpula dirigente de acuerdo con la pauta marcada por el mismo president en el exilio y el reelegido secretario general, Jordi Turull. El resultado es un partido recosido y reconstituido que, en el orden de los liderazgos, exhibe una importante cantera —concepto futbolístico que utilizó Pilar Calvo, flamante presidenta del consell nacional— y un grado de cohesión interna no menos destacable, con votaciones que han rozado o superado el 90% de acuerdo.

El desplazamiento del sector laurista o borrassista, prácticamente barrido de la nueva ejecutiva en favor de los jóvenes valores turullistas y figuras en ascenso como Toni Castellà y Míriam Nogueras, no ha derivado en una lucha fratricida como la que vive ERC. La cantera es básica en una formación política para encarar el futuro a medio y largo plazo; y el consenso interno habla de un momento sorprendentemente dulce de un partido que posiblemente como ningún otro encarna todas las contradicciones del procés independentista. Un partido, el segundo de Catalunya, que tiene que hacer política (todavía) con las manos atadas a la silla, es decir, con su líder en el exilio, pendiente de una amnistía bloqueada por una conspiración de jueces que se han pasado la soberanía popular por el arco de triunfo. Las elecciones al Parlament desde el 2017 se han celebrado con plenas garantías democráticas, pero con un déficit evidente de igualdad de oportunidades para todos los candidatos.

Pero volvamos al principio. El congreso de Junts en Calella no es tanto el del retorno de Puigdemont a la presidencia del partido —es obvio que su liderazgo no depende de los cargos que ocupe— sino el de la apelación, de nuevo, a la "nación". Es muy significativo que el concepto "nación", referido a la nación catalana, vuelva a pasar por delante de todo el resto, incluida la independencia, en el mensaje de Junts, la principal fuerza del independentismo y, como argumenté aquí, del espacio posconvergente —por el cual compiten también ERC y el PSC—. En la durísima resaca del procés, hubo quien lamentó desde el independentismo que, buscando conseguir el Estado "nos olvidamos de la nación". Es decir, de la lengua, de la cultura, de la historia, de los valores asociados a la catalanidad que, se quiera o no se quiera, constituyen los marcadores de la nación o comunidad nacional catalana, de aquello que la diferencia o singulariza entre todas las otras y que, claramente, ha retrocedido, como revelas las encuestas sobre el uso social del catalán.

El retorno de la nación, al menos como la entiende la tradición en que se inscribe Junts, no se debe leer, por otra parte, como un giro identitarista o esencialista. Si acaso, como una voluntad de (re)afirmación nacional, comunitaria, de país. Una idea de nación abierta amenazada con manipulación y marginalización a manos del extremismo xenófobo. En Catalunya, cualquiera que tenga unos mínimos de cultura política sabe que el término nación se identifica con pasado, claro está, porque venimos de algún lugar, pero, sobre todo, con futuro, con proyecto, y, por lo tanto, con inclusividad. Contra lo que difunde el españolismo, los carnés de catalán o catalana, no se reparten: están a disposición de quien quiera conseguirlos a partir de unos mínimos de integración en la cultura del país, empezando por el respeto a aquello que lo caracteriza: la lengua, una cosa que se aprende y una herencia cultural que se transmite.

La nación inclusiva, el "som un sol poble" del PSUC y de Pujol, y del PSC de Maragall y de Montilla, ha sido una fábrica de hacer catalanes, o, cuando menos, de salvar y guardar los mínimos que permiten hablar de "catalanes" como miembros de la "nación catalana". Porque al final, la nación es la gente. Las lenguas o las culturas sin gente que las hable o las cuide pasan a ser lenguas muertas, culturas fósiles, piezas en una repisa del museo de antropología. Cuando Lamine Yamal, cuya figura proyecta el mejor Barça y una buena idea de Catalunya, es insultado en el Bernabéu por su origen o color de piel, en una noche de gloria deportiva del primer club de Catalunya, la nación catalana se tiene que poner en guardia. Porque se juega el futuro. Y lo tiene que hacer hacia afuera y hacia adentro: se trata de hacer muchos Yamal, de construir muchos futuros, no de anclarnos en un pasado de pureza o catalanidad prístina, a menudo idealizado, que no volverá, o en los miedos a un mañana apocalíptico que al final será lo que la gente quiera que sea.

Cuando Lamine Yamal es insultado en el Bernabéu por su origen o color de piel, la nación catalana se tiene que poner en guardia

La reconstrucción de la nación, despertar la nación, como afirmó Turull en la apertura del congreso de Junts. Volver a hacer país para hacer de nuevo política. Pujol vive. En la hoja de ruta de Junts, el retorno de la nación ha quedado asociado con la idea de progreso; y la idea de libertad, con la de independencia. Por este orden. Primero, el país; primero, la gente; luego, el Estado catalán. Si Junts sabe jugar a fondo con esta gradación de elementos que la sitúan en el centro de un catalanismo tan independentista como anclado en la realidad, que toca de pies en el suelo sin dejar de soñar, podrá pasar con fuerza a la ofensiva, como reclaman Puigdemont i Turull. 

La batalla que viene se dirimirá entre la Catalunya que vuelve a a España de Salvador Illa y "la nación que se despierta" de Junts y Puigdemont

Ahora mismo se perfilan dos vectores en la política catalana posprocés. El uno lo encarna Salvador Illa y, el otro, el proyecto de Junts y Puigdemont. El primero se resume con la divisa "Catalunya ha vuelto" con que Illa pretende reencajar Catalunya en el campo de juego de los poderes del Estado y el Ibex 35, síntesis de la (presunta) Catalunya "normalizada". El otro es el de "Vuelve la nación" con que Puigdemont, y Junts, se proponen acumular fuerzas y muscular el país para librar la batalla por la soberanía en el día a día. En Madrid, pero también en Barcelona; en España, pero también Catalunya endins. La batalla política y de relatos que viene se dirimirá entre la Catalunya que está de vuelta en España, no se sabe si para mandar o pedir perdón, y la nación que se despierta, como el soldado que nunca se da por vencido. Movimiento de fondo, de placas tectónicas, todavía tímido. Todos a sus puestos. El campo de juego se ordena. El relato empieza a reconfigurarse. Al final, la nación es un relato.