La conversación de Mas, Pujol y Trias que ha publicado La Vanguardia, para quienes en algún momento de nuestra vida hemos tenido algún vínculo con Convergència, es como sentarse en la mesa de Navidad con unos familiares con los que llevas años sin relacionarte. He escrito en alguna otra ocasión que para los que se implicaron personalmente —y para los que durante años se hicieron llamar convergentes sin leerse ni un programa electoral, como si el salto de fe del voto se pudiera convertir en una seguridad— Convergència, más que un partido, era una manera de ser y hacer. Era un condensado de costumbres y un talante que hacían de pilar político, por eso con los años se ha vuelto tan fácil de caricaturizar. Hoy, no obstante, Convergència es el símbolo de una etapa agotada, y ver sus tres caras más representativas hablando de ella de una cierta manera, en realidad, no hace más que acabar de enterrarla. El tiempo es lo único que no vuelve.

La conversación es una radiografía de las contradicciones que acabaron resquebrajando el partido. De entrada, el nacionalismo de Prat de la Riba —defensivo— y el de Macià —liberador— no pueden ser el binomio que Mas desearía. Es un extracto del diálogo a tres, pero es nuclear a la hora de entender por qué la historia de Convergència culmina en la divergencia: la colaboración con España de la que habla Pujol y el "acabas entendiendo que no nos quieren" de Trias no pueden encontrar cobijo bajo el mismo paraguas ideológico sin parecer esquizofrenia. Mas intuye eso a principios de 2012 y acaba desintegrando el partido para salvar los votos. Sin partido y sin votos, más que un error político, en términos de objetivos, es un fracaso. De los tres hombres que están sentados en el jardincito en la conversación en La Vanguardia, quien tiene menos ganas de estar es el 129.º president de la Generalitat. Pujol, a pesar de todo, siempre tiene el escudo de una obra de gobierno mastodóntica. A Trias los españoles le quitaron la última oportunidad de volver a ser alcalde de Barcelona. Mas, en cambio, es el hombre que perdió doce escaños, hizo desaparecer Convergència y convocó el 9N, que todavía no sabemos exactamente ni para qué sirvió, ni si el mundo nos miró. Es el convergente al que la perspectiva del tiempo ha tratado peor; por eso, mientras los otros dos hombres hablan con una cierta nostalgia e incluso espíritu de lucha, Artur Mas habla desde la incomodidad.

"Yo te ayudo a ti y tú me tratas bien a mí". Esta es la idea que utiliza Mas para hablar de la manera de colaborar con España antes del fiasco del pacto fiscal. Es bastante deprimente: los catalanes ayudamos y los españoles no nos maltratan. Deprimente y desigual, de hecho, pero este "buen trato" fue la anestesia que durante muchos años se utilizó para obviar que España ni nos reconocía, ni nos reconoce, ni nos reconocerá nunca como una nación. Convergència ha sido la herramienta necesaria para capitalizar y neutralizar los anhelos de libertad de una parte nada negligible del pueblo catalán, y para canalizar toda su energía a hacer reformismo español. Eso lo sabe incluso Trias, que claramente es el hombre más crudo de la conversación a la hora de hablar de España, pero que también es el hombre que habría pactado con el PSC para ser alcalde de Barcelona. "No podemos olvidar lo que nos han hecho" cuando hace falta resentimiento para levantar votos, pero nos olvidamos de ello cuando hace falta pactismo para lograr cargos.

Convergència ha sido la herramienta necesaria para capitalizar y neutralizar los anhelos de libertad de una parte nada negligible del pueblo catalán

El final del procés ha legado a los catalanes una perspectiva crítica desde donde observar la vida política del país. Existe un grueso importante de catalanes que puede admirar el sentido de liderazgo que muchos años entrevió en la manera de hacer de Convergència, pero que en 2024 ya no puede aceptar ni un equilibrismo argumental más para justificar la pertenencia a España. Convergència se puede entender si no se la saca de su momento político, porque más que un partido, Convergència también fue un momento político y social del país. Un estado de ánimo, prácticamente. Hablar de ella, idealizarla e incluso mitificarla hoy, sin la más mínima dosis de autocrítica, solo puede salir del deseo de coger una máquina del tiempo y volver atrás. Pero las máquinas del tiempo no existen, y la distancia entre recordar y recuperar, en este caso, la marca el cinismo. El país de Pujol ya no es el nuestro. La forma de entender la política, tampoco. El legado del procés es que no existe modo catalanista de trabajar a favor del olvido de los últimos veinte años políticos sin ser consciente de que se trabaja para Salvador Illa. Las volteretas clásicas de Convergència, las consignas que estos últimos años han reventado, en un contexto político tan crudo y descarnado como el nuestro —el del postprocés—, solo pueden amasarse intelectualmente desde el españolismo.

Siempre que escribo sobre Convergència me veo obligada a hacer una especie de apunte sentimental. Lo hago porque pienso que cualquiera que me lea y que también haya tenido un vínculo personal con el partido, entenderá mejor el sentido que quiero dar a las palabras si sabe desde dónde debe leerlas. No puedo permitirme el lujo de romantizar según qué, porque el recuerdo del abuso de las ilusiones y los esfuerzos por justificar lo injustificable no han dejado un buen sabor de boca. Todavía son mi extracto social, porque de mi background familiar no me puedo deshacer, pero políticamente hace años que dejaron de ser mi opción. Ahora existe una tendencia a la idealización, porque todo el asunto ha culminado en Toni Comín mangando pasta en el Consell per la República y en la Generalitat en manos de Illa, pero Convergència estaba hecha sobre la convicción —o sobre la pretendida convicción— de que apuntalando gobiernos españoles podríamos seguir siendo catalanes en Catalunya. De hecho, sobre la convicción de que apuntalar gobiernos españoles todavía nos hacía más catalanes. El procés, el ensañamiento contra algunas de las caras más visibles de Convergència, la represión, las renuncias y el pactismo que ha traído todavía más españolización ha derrumbado los dogmas que este partido un día sostuvo. En este contexto, desde una perspectiva que La Vanguardia ni ofrece ni ofrecerá, queda poca cosa reaprovechable.

Para la gente de izquierdas soy una convergente y para los convergentes que han seguido alineados con la cadena de partidos que ha venido después de Convergència, debo de ser una despechada, pero me parece que es precisamente este haber estado ahí y ya no estar —ni querer estar— lo que me permite escribir sobre ella sin ni caer en la lógica del argumentario de partido, ni perderme en caricaturizaciones y condenas. Sé exactamente dónde resuenan los significados de las palabras de Mas, Trias y Pujol cuando se sientan los tres a hablar. De hecho, sé exactamente por qué el president Pujol, siempre que sabe que tiene que hablar del país —tal como lo hace en La Vanguardia—, cuenta la anécdota en el Tagamanent antes de hacer cualquier diagnóstico: lo hace porque, a pesar de todo, sabe que lo más valioso de Convergència sucedió antes de Convergència.