La cúpula de la Sala XX de los Derechos Humanos de la sede de la ONU en Ginebra, hoy decorada por un impresionante mural de Miquel Barceló, era totalmente blanca cuando aún pertenecía a la sede de la Sociedad de Naciones. Hoy el planeta-cueva de Barceló corona las reuniones de entidades menos posbélicas, como la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (aquel organismo que ha elaborado varios informes advirtiendo sobre el comportamiento de España hacia el caso catalán) o el Consejo de Derechos Humanos, organismo de donde por cierto Rusia fue expulsada en 2022 a raíz de la invasión de Ucrania. Quizás no era necesario esperar una invasión terrestre para expulsar a un país que, justo ahora, ha prohibido el movimiento LGTBI al considerarlo “extremista”. Esta es la carta de presentación rusa, y no solo la rusa, ante el nuevo orden mundial.
El independentismo no es el movimiento LGTBI, pero también ha sufrido y sufre intentos de eliminación o de prohibición encubierta, en su caso mediante el lawfare judicial, el espionaje ilícito, la policía patriótica, la manipulación mediática o el uso de prerrogativas gubernamentales extremas como el 155. Por eso choca cada vez más que gobiernos “progresistas” como los del PSOE sean insensibles ante un movimiento que, si bien no va dirigido a defender la autodeterminación de la identidad sexual o de género, sí va dirigido a defender la autodeterminación de una identidad nacional o al menos su protección. Solo queremos ser lo que ya somos, simplemente. Para que quede claro, esto no significa más autonomía ni más financiación, sino lo siguiente: millones de nosotros simplemente no somos españoles. Esta, y no otra, es la situación que debe resolverse de alguna manera y que los posibles mediadores deben tener en cuenta antes de abordar nada. Haber querido etiquetar este movimiento (este sentimiento, esta realidad) de “extremista”, hasta el punto de que hoy estemos hablando de posibles imputaciones por terrorismo ante una forma de hacer que todo el mundo ve que fue y es del todo pacífica, ha sido la única carta que le ha quedado en España para evitar la independencia. Ahora le llega la factura. Sí, el movimiento se logró reprimir, pero España ha quedado fuertemente identificada con los estados con pulsiones autoritarias. "Evidentemente que se puede ser independentista en España", alegan los defensores del régimen; bueno, es que tampoco está prohibido ser homosexual en Rusia. No estamos hablando de lo que se permite ser, o sentir. Estamos hablando de lo que se permite promover, e intentar oficializar o instaurar, sin tener que sufrir abusos y discriminaciones.
Donde lean “Estado de derecho” en boca de Tajani, de Weber, de Feijóo o de Abascal, lean “unidad nacional”
En paralelo, estos días el gobierno de ultraderecha italiano ha criticado la futura ley de amnistía no solo porque "no respeta el Estado de derecho" sino, en boca de su ministro de Exteriores, Antonio Tajani (el expresidente del Parlamento Europeo que, como recordamos, intentó impedir el reconocimiento de la condición de eurodiputado de Carles Puigdemont), porque “la unidad nacional es muy importante” y “no podemos destruir Europa”. Por tanto, donde lean “Estado de derecho” en boca de Tajani, de Weber, de Feijóo o de Abascal, lean “unidad nacional”. Como esto suena demasiado fuerte o nacionalista, incluso invocando el “Estado de derecho”, a menudo lo disimulan con apelaciones a la “igualdad entre los ciudadanos”, como si este fuera un derecho fundamental que la ley de amnistía vulnerara y no intentara, precisamente, proteger corrigiendo sus vulneraciones. Este es el arbitraje, esa es la decisión, el espejo al que Europa debe enfrentarse: o proteger a los ciudadanos, o proteger la unidad de los Estados. Solo una de estas dos opciones puede verdaderamente "destruir Europa". Si opta por fortalecer los estados, tendrá que decidir hasta dónde y cuántas Polonias y Hungrías quiere promover. Si opta por proteger a los ciudadanos, como una forma de fortalecer la democracia, queda claro que tendrá que abordar una batalla intensa contra los jueces españoles. El sistema judicial ya la ha comenzado, desde el CGPJ hasta el Tribunal Supremo y pasando por expresidentes del Tribunal Constitucional. Y yo me pregunto: si Pedro Sánchez quiere aguantar todo esto, ¿es porque necesita siete votos o porque hay otros movimientos de fondo que le empujan a aguantar?
Que Europa se encuentra en un momento hamiltoniano es ya evidente. La pregunta es si este movimiento acabará con una toma de decisiones que puedan determinar sólidamente su futuro o bien, por el contrario, será una especie de interminable viaje a Itaca donde a veces ganan los de la derecha del péndulo y a veces los de la izquierda. Y donde nunca se logra solidificar nada, porque todo acabará dependiendo de los siete votos de Junts o los treinta y tres de Vox. Yo me inclino por pensar que la apuesta de Sánchez no la ha podido hacer solo, y que incluso el PP acabará implicado en este reformismo (que no es español, sino europeo: no va sobre reformar la constitución española, sino la europea), a no ser que ya lo esté en parte, implicado. La advertencia de Puigdemont no es ningún brindis a la sombra. Puedo estar equivocado, y que solo se trate de una coyuntura electoral. Pero yo diría que no hace falta mirar al Napoleón de Ridley Scott para darse cuenta de que Europa ya no puede sobrevalorar a sus estados. O igualdad, libertad y fraternidad, o coronarse emperador. O Tratados de Utrecht y de Versalles, o Sociedad de las Naciones. O el rígido vacío blanco, o la cueva multiculor de Barceló.
Todo lo demás es hablar sobre los deseos colgados en la fachada del Palau de la Generalitat. Cada uno a la altura de sus debates.