Hace 50 años se celebró en Montserrat, todavía en la clandestinidad, y aprovechando un encuentro de la directiva y las peñas blaugrana en motivo del 75.º aniversario del Barça, la 1.ª asamblea de Convergència Democràtica de Catalunya, el futuro partido de Jordi Pujol, y que sería, al fin y al cabo, la formación política que durante más tiempo ha gobernado el país. Lo hizo como CiU, en coalición con Unió Democràtica de Catalunya, durante 23 años, en la etapa Pujol; y de 2010 a 2016 con Artur Mas, hasta la ruptura con Unió y la formación de la coalición Junts pel Sí con ERC. El gen convergente, si bien en el siglo XXI ha evolucionado desde la teoría y la praxis nacionalista-autonomista al soberanismo-independentismo a partir del fracaso de la reforma del Estatut (2010), ha sobrevivido al partido y a la crisis de la deixa, la confesión de Pujol sobre el dinero de Andorra, que llevó a la disolución de la formación en 2016. En medio de las tensiones del procés soberanista, lo que se suele denominar la postconvergència, que basculó del PDeCAT a Junts per Catalunya, gobernó del 2016 al 2017 con Carles Puigdemont y, después del paréntesis represivo de la intervención de la Generalitat a raíz de la proclamación de independencia, con Quim Torra, de 2018 a 2020. En espíritu, más que en obra, incluso el primer presidente de ERC desde la República, Pere Aragonès (2021-24), ejerció de convergent.
La Catalunya contemporánea, la del despliegue de la autonomía, el primer autogobierno desde la derrota republicana en la Guerra Civil, no se entiende sin Convergència. Tampoco se entiende sin Convergència, en muy buena medida, la España de la postransición, en la cual Pujol y CDC/CiU, con Miquel Roca y Josep A. Duran y Lleida, jugaron un papel clave, determinante, tanto en la cuestión del pleito con España, como en la estabilización política, económica y social del Estado. Por eso Pujol, con 94 años, lamenta que "ahora, no se nos respeta".
Hoy, Carles Puigdemont, pero también Oriol Junqueras y Salvador Illa, firmarían para reunir no solo el poder que consiguió Convergència, sino para volver a la Catalunya previsible que, desde el gobierno autonómico y los municipios mayormente de la Catalunya rural o extrabarcelonesa, articularon los convergents, con todas sus luces y sombras. Convergència es el espejo roto y el agujero abierto, la gran ausencia, en el paisaje político, social y cultural de la Catalunya del 2024. Desde la aspiración a ocupar la centralidad del país, hasta la voluntad de reformar España o negociar la salida, todos los partidos que quieren cortar el bacalao en Catalunya querrían ser Convergència. El 3% que denunció Pasqual Maragall o la deixa del avi Florenci ya no son obstáculo para que el president socialista Illa reciba en la Generalitat a Jordi Pujol. En el mundo de Junts, a menudo se dice que Puigdemont manda internamente como mandaba Pujol, y es obvio que hay una pulsión pujolista detrás de la voluntad de poder y liderazgo, y redención, que impulsa a Oriol Junqueras para recuperar la presidencia de ERC.
Convergència resucitará el día que alguien vuelva a tener claro que el futuro es Catalunya, no Orriols ni Illa
El problema para los que quieren o querrían ser como Convergència es doble. En primer lugar, que Convergència no se entiende sin la figura, seguramente irrepetible, de Jordi Pujol. Y el segundo, que no todo el mundo sabe plantar el pal del paller de manera que no caiga o, si viene un golpe de viento, pierda la paja. En política, eso se consigue con habilidad, esfuerzo, inteligencia, cintura, mano izquierda y suerte. Pero también con proyecto, que quiere decir convicción e ilusión. La CDC de Pujol, desde su momento fundacional, supo conectar con gran parte de los segmentos más dinámicos del país y, al mismo tiempo, consiguió el respeto de amplios sectores de gente que nunca votaron nacionalista. Hubo un pujolismo de izquierdas, catalanista, en torno al PSUC y el PSC, y ERC, que nunca votó a Pujol; o un pujolismo de origen inmigrante, que tampoco lo votó nunca, pero tampoco se movilizó en su contra, al menos hasta la irrupción del neolerrouxismo de C's, cuando Pujol ya no gobernaba. Era la Convergència de Pujol, un partido catch all de manual: nacionalista catalán, pero...; católico, pero...; liberal, pero...; socialdemócrata, pero...; de derechas, pero... Un partido que cuadró el círculo con éxito porque su fundador siempre prefirió hablar de "construir Catalunya", es decir, de futuro, que de "reconstruirla", o sea, de un pasado que había llevado el país a la prostración y al olvido de si mismo durante aquel tiempo de mediocridad y resignación, y del ir haciendo en silencio, de la larga posguerra y la dictadura franquista.
Era un proyecto de futuro y de país inclusivo en torno al marco que define la lengua, la historia y la cultura, la identidad, la nación. El gran riesgo que se dibuja ahora mismo es que del llamamiento jubiloso, pionero y esperanzado y del "fer país" y el "construir Catalunya", tan pujolista y convergente como compartida y traducida en una amplia aspiración colectiva, el país se instale en la frustración, la desesperanza, la pequeñez y el resentimiento del "salvar Catalunya". ¿De quién tenemos que salvar Catalunya? ¿De los que vienen, por más que no nos gusten, o de nosotros mismos, que no queremos hacernos gustar?
Obviamente, no estamos en 1974. Pero el proyecto de CDC, medio siglo después, puede ser evaluado como una ruptura histórica con dos tentaciones o pulsiones que ahora vuelven: la de construir una Catalunya cerrada en ella misma con el pasado como coartada o el retorno a una Catalunya nacionalmente desdibujada y acomplejada de ser como es. En la Catalunya y la Europa de hoy, como el mismo Pujol lamenta, falta ilusión. Convergència resucitará el día que alguien vuelva a tener claro que el futuro es Catalunya, no Orriols ni Illa.