El Día Internacional de las Personas con Discapacidad que se celebra cada 3 de diciembre, desarrolla este año como lema de trabajo "Unidad para rescatar y alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible por, con y para las personas con discapacidad" y no dejar a nadie atrás, especialmente los 1.300 millones de personas con discapacidad en el mundo. El lema del 2022, vigente hasta ayer, se refería al papel de la innovación para mejorar la vida de las personas discapacitadas.
Ambos lemas parecen lo bastante adecuados. Cuando cuesta recordar los nombres de cada cosa o de aquellas personas que no se tendrían que haber olvidado, cuando recoger el libro que se ha caído se puede convertir en una tarea difícil, o cuando se quiere telefonear (al personal sanitario, por ejemplo) y ni siquiera se recuerda ningún número, es de agradecer que innovaciones e "inteligencias" adicionales hagan la vida más fácil. Esta ayuda, en el día a día, suele ser de las personas que cuidan y vigilan a las que sufren alguna discapacidad y que tantas veces han cambiado incluso de continente para ganarse la vida velando a quien tiene unas condiciones de salud en precario. Y sería bueno que la buena política llegara también a este lado oscuro de los cuidados que demasiadas veces se nutre de mujeres en el hilo de la marginación, calificación insuficiente, desconocimiento del idioma y comunicación difícil.
De hecho, una especie de discapacitación que acaba afectando a la mayoría de la población que vive bastantes años, es la vejez, sobre todo si, como suele pasar, va acompañada de enfermedades crónicas. Como decía —y acertaba— Bette Davis, "hacerse viejo no es para gallinas". Y podríamos añadir que sin ayudas y afectos, una tarea casi imposible.
Una especie de discapacitación que acaba afectando a la mayoría de la población que vive bastantes años, es la vejez, sobre todo si, como suele pasar, va acompañada de enfermedades crónicas
Es de una evidencia abrumadora que cuanto más avanzado está el grado de madurez conjunta de las personas, las instituciones y la política, más fácil resulta vivir y convivir. Socializar los servicios de cuidado comunitario y poner en práctica políticas de bienestar es un buen indicador de civilización. En caso contrario, permitir que las personas desvalidas y discapacitadas malvivan —si pueden— en el abandono, la violencia y la indiferencia, es una señal encendida de alerta y vergüenza. Y no dice nada bueno de las sociedades estériles de empatía, porque cuando la desigualdad es norma de vida, las políticas de equidad son las primeras víctimas de una política que se reclama de austeridades sesgadas.
En este escenario lo bastante familiar aparece un nuevo personaje, bienvenido por unos y temido y maldecido por otros. Se trata de la inteligencia artificial, uno de los objetivos más codiciados de los fondos europeos, que sobrepasa de mucho el ámbito de la discapacidad, pero que no le es nada ajeno. De hecho, uno de los sectores de la robótica que incluso el gobierno de la Generalitat considera adecuado como receptor de ayudas podría ser el que produce, en nuestra casa, robots humanizados e infantilizados, con mejillas de acero redonditas y ojos grandes y abiertos como los de las chiquillas, creados para "acompañar" a las personas mayores que viven solas. El robot puede detectar caídas, telefonear pidiendo ayuda o incluso mantener una conversación básica. Pero compartir e impartir cuidados, nivelar fuerzas, socializar y hacer compañía es algo más. La elección de una opción muy cara, de apariencia simpática, que ni siente, ni ama, ni valora, ni acaricia más allá de lo que se le ha programado puede ser, de hecho, la imagen y semejanza del hombre "economicus" más pendiente de Wall Street que de las personas con las que convive.
Y lo que más preocupa es que haciendo explícitas estas prioridades literalmente no humanas de ayuda a las personas más débiles, estamos escogiendo abiertamente —y haciendo campaña— por una forma de vivir que aumenta de hecho la soledad sin humanización ni ternura.