El día que murió Paul Auster me levanté tarde. Era el Día del Trabajador, hace cuatro meses, pero es este verano que lo estamos leyendo más que en las otras vacaciones. Vi un tuit de Carlos del Amor. Han pasado veinte años desde que me escapé a Florencia con la excusa de un Erasmus para escribir mi primera novela. Que nunca me he atrevido a publicar. Empezaba con el cuento Mesa para dos, del autor neoyorquino instalado en Brooklyn. Era uno de estos relatos que la gente explicaba en el programa de radio y que recogieron en el libro Creí que mi padre era Dios. Lo descubrí por un mensaje de amor. Sí, había mensajes y no whatsapps, y sí, salía con uno de estos jóvenes de los veinte años que grababan casetes con temazos y te escribían frases de filósofos cuando todavía pensábamos que hacer el amor no era follar. Creo que aquella frase salía en La Contra de Víctor Amela. Aquel mismo día veinte años después, quería empezar a leer mi regalo de Sant Jordi, No me acuerdo de nada de Nora Ephron (con prólogo de la gran Eva Piquer). Este libro, que es una recopilación de artículos, son escritos para transformar la realidad, para entenderla, para explicarla a su manera. Justo el día antes, fuimos a poner velas en Montserrat con mi pareja, el escritor Daniel Vázquez Sallés, para su hijo Marc y, mientras tanto, conversábamos sobre el luto. Los dos coincidimos en que la única manera es sacarlo fuera, a veces intentando compartirlo para dividir entre muchos la pena, para que sea un poco más soportable. Porque no hay mayor agonía que llevar una historia dentro de uno mismo sin explicar. El príncipe y la muerte se escribió en la isla griega donde volvemos este verano para seguir encontrando voz a la tristeza.

No hay mayor agonía que llevar una historia dentro de uno mismo sin explicar

Volviendo a Auster y a su literatura de causalidad. Me obsesioné con aquella dichosa Mesa para dos cuando en Sent Milion vi una mesa en cada peldaño, estaba en la Vinexpo. Tenía 22 años y quería irme a la Toscana a escribir. Pero conocí a un chico que me hizo descubrir a Auster a través de la metaliteratura. Supongo que a veces pasa que decides enamorarte antes ni siquiera de conocer a la persona. Te piensas que estaba escrito. Lo iba a dejar todo por él, hasta que entendí que nunca me sabría leer entre líneas y me fui. Lástima que a veces hacíamos cosas más razonables con 20 que a los 40. Hombres que te recuerdan de lo que escapas. Supongo que madurar es poder salir de este eterno retorno como una rueda de hámster y decidir con quién escribir tu historia y amarlo más con sus notas al pie. Le grand amour que canta Carla Bruni quizás tiene que ver con lo que se aprende cuando te has hecho mayor y has empezado a poner puntos finales. O suspensivos...

El día que murió Paul Auster una abuela en Italia puso vino blanco en vez de agua en el biberón y dejó al bebé en coma etílico. Pienso en la nieta de Paul Auster, que murió con diez meses por una sobredosis, la misma droga que se llevó tres días después a su hijo. Bastante hizo en volver a escribir Baumgartner. Bastante hizo en sobrevivir al rayo que mató a su amigo del colegio delante de él. Si es que, al final, lo que es extraño es estar vivos. Justo cuando me acababa de leer la última página de su último libro, abrí el móvil y me enteré de su muerte con un tuit de mi admirado Carlos del Amor. El día que murió Paul Auster renacieron mis ganas de escribir mi próximo libro sin seudónimos. Muchos de nosotros estas vacaciones leeremos sus libros que se han reeditado a partir de su muerte. Al final, las humanidades son años de más que vivimos y que degustamos la vida. ¡Un beso de agiorgítiko desde Koufonísia!