Una de las cosas que se pueden observar viajando por el Principado es que los catalanes somos poco amantes de los muros y de las vallas. La propiedad está repartida y fragmentada. Los campesinos se disputan el último centímetro del suelo, a veces desenterrando documentos del año de la catapum para justificar un palmo adicional ante el juez. Y aun así, a diferencia de lo que pasa en España, o en otros países del entorno, hay pocas vallas.
Quizás es fruto de la cultura constitucionalista y parlamentaria, pero el catalán quiere creer que para todos los problemas hay una solución civilizada. Desde Ramon Llull hasta Francesc Pujols, el catalán ha tendido a soñar en la creación de un mundo donde la gente se entendiera hablando, donde todo el mundo pudiera defender sus intereses y encontrar su espacio. Los campesinos señalan las fronteras de su campo con un par de piedras y dan por descontado que los límites se respetarán.
El país idealizado funciona así, con la mentalidad precapitalista del campesino que confía en la palabra dada y sólo saca el trabuco para defenderse. Esta concepción rústica del vive y deja vivir también explica el mito de la venganza catalana y el poder que tiene la palabra "escarmentar". En el mundo contemporaneo, el catalán a menudo recuerda al chico estricto, pero ingenuo, que da por descontado que si una chica se mete en su cama, quiere decir que no se está metiendo también en la cama de otro. O de la abuelita convergente que le espeta a un nazi: "¡Te debería caer la cara de vergüenza, que papelote!"
Si la idea del Diálogo tiene fuerza sugestiva es porque el catalán tiende a querer creer que al universo le conviene que todo el mundo actúe de una manera razonable y clara, teniendo en cuenta el conjunto. Por eso el PP habla de operación diálogo. Por este motivo y porque las amenazas emitidas hasta ahora no han funcionado. Y también porque quiere seguir invocando al coco pujolista del todo o nada. Cuando la memoria del Estado que fusilaba a los Companys de turno o bombardeaba Barcelona era más viva, el todo o nada era una herramienta utilísima para estigmatizar el independentismo
Si el PP quisiera fomentar el diálogo entre el Estado y Catalunya, la primera cosa que haría sería abolir el decreto de Nueva Planta. Otra cosa que recomendaría cualquier asesor político es no poner la operación en manos de dirigentes que tienen la credibilidad estropeada, y que está demostrado que son capaces de decir cualquier cosa para salvar sus intereses personales. El PP habla de diálogo para intentar desplazar el referéndum del imaginario democrático, pero cuanto más habla de diálogo más se hunde en su mentira y su cinismo de casino.
Mas ya no manda. Pujol todavía tiene el dinero, pero ya no es nadie en Catalunya. Como si el referéndum fuera un nudo de pescador, cuanto más el PP insiste en tirar de la cuerda del diálogo, el nudo más le asfixia, y más entra en el territorio donde la mentalidad catalana es invencible incluso por sus defectos y debilidades. El diálogo es a España lo que Rusia fue para Napoleón. Cuando se celebre el Referéndum, el falso diálogo del PP quedará disuelto entre las urnas del gobierno de Catalunya y las pulsiones autoritarias que sostienen el Estado español, disfrazadas de retórica demócrata.
El otro día el partido de Rajoy invitó a Santi Vila "a continuar el diálogo, a compartir la ilusión con el gobierno de España de difundir la cultura catalana, en tanto que cultura española". En 1938, Serrano Súñer también le dijo a Josep Pla que la lengua catalana no corría ningún peligro, mientras colaborara con la grandeza de España. Y ahora podría hacer unos párrafos recordando que la cultura catalana es anterior al Estado español, o que la mitología de 1714, que tanto odian los unionistas, ya nació de un intento de españolizar Catalunya por las buenas.
Pero seguramente Sánchez Pinyol tiene alguna cosa más novedosa que decir, sobre esta repentina ilusión catalonòfila del PP. Enric Millo ya se puede ir esforzando en convertir Ada Colau en agente doble.
Nos vemos en septiembre en las urnas.