Cada mañana, a la misma hora, Hachiko acompañaba a su amigo Eisaburo Ueno hasta la estación de tren de Shibuya, en la prefectura de Tokio. Juntos recorrían el camino que separaba su casa de la estación y repetían la operación inversa por la tarde, cuando regresaban de vuelta a casa. Las despedidas y los recibimientos formaban parte de su ritual cotidiano, y las señales del tren marcaban los ritmos vitales de ambos compañeros.

Como cada día, la tarde del 21 de mayo de 1925, Hachiko esperó puntual a Ueno en los andenes de la estación, pero él nunca regresó. El profesor había sufrido un derrame cerebral mientras impartía clases en la Universidad de Tokio, y había muerto aquella tarde de primavera sin que su amigo pudiera despedirse de él. Ajeno a la tragedia, y con la misma ilusión de siempre, Hachiko siguió esperando a Ueno en la estación de Shibuya el resto de días de su vida. Esperó durante nueve años y murió en los mismos andenes en donde había abrazado tantas veces a su amigo. Su comportamiento de lealtad y amistad se convirtió en un símbolo universal que traspasó las fronteras de su país y ayudó a dignificar las relaciones interespecies. Hachiko era un perro. El mejor amigo de Eisaburo Ueno.  

Hace tres semanas uno de mis mejores amigos murió. Se llamaba Coco. Era un cocker spaniel dorado, aunque yo siempre lo presentaba en sociedad como rubio natural, porque su color de pelo era diferente al de resto de los cocker canela. Mi perro era el más bonito, una maravilla de la biología canina. Coco tenía una mancha clarita que se abría como una palmera desde la base del hocico a la parte superior de la cabeza y remataba en un precioso flequillo casi blanco, que le habré besado un millón de veces. Pestañas largas y rubias, ojitos caídos, un quiste en la parte derecha del abdomen, y una hilera de dientes inferiores descolocados y un poco rotos que le conferían un aire divertido cada vez que sonreía. Mi perro se pasaba la vida sonriendo. Era un optimista patológico, y su carácter alegre contagiaba a cualquiera con tendencia a la aflicción.

Necesitamos animales cerca para conectar con la adorable sencillez del mundo

Como Hachiko, Coco me venía a recoger al portal cada vez que llegaba a casa de mis padres, y se subía al asiento del copiloto en cuanto le abría la puerta. Le encantaba el coche. Coco distinguía el rugir de los motores de cada vehículo de la casa y variaba su nivel de expectación en función de si era mi madre la que entraba, o cualquier otra persona. Sentía devoción por ella, y ella por él. Desde que me fui de casa de mis padres yo era la visitante mejor recibida, pero mi madre era su Ueno. Una pareja curiosa formada por una mujer arisca y poco dada a las muestras de afecto, y un can excesivo en cuanto a manifestación de cariño pudiera darse.

Aunque ahora estoy en pleno duelo y me cuesta hablar de él en pasado, reconozco que me costó quererlo. Coco venía a sustituir a mi anterior perro, fallecido después de 10 años. Cuando me lo regalaron, no quería otro perro, así que las pagué con él. Su presencia me generaba rechazo, y acababa a gritos ante cada pequeño destrozo, cada cosa nueva rota, o cada calcetín fuera del cesto de la ropa sucia. Sus lloros de noche y de día y la falta de control sobre sus esfínteres, me crispaban. Pero un día que bajé a pasearlo y le solté la correa en el parque, el perro se escapó de la plaza y empezó a correr hacia la carretera. Durante minutos, corrí angustiada detrás de él, llamándolo, y pidiendo auxilio a toda la gente que encontraba por la calle para que me ayudase a darle captura. Después de cruzar varias calles, Coco se paró en seco. Cuando conseguí cogerlo, todo cambió. Le pedí perdón al borde del llanto, me lo comí a besos y le dije que lo quería mucho. Supongo que me entendió.

Quien nunca ha querido a un perro es incapaz de comprender la conexión y el grado de empatía que se da entre estos animales y los humanos. A Coco le he quitado el miedo entre mis brazos, he llorado desesperada sobre su cabeza y me ha lamido las lágrimas durante horas. Me ha hecho reír hasta dolerme la barriga y le he hecho cosquillas hasta que no podía más. Pero también me ha ahorrado psiquiatras y lexatines, y le he contado secretos inconfesables por los que estaría ingresada en una institución psiquiátrica o en la cárcel. Coco siempre estaba dispuesto a escucharme. Echo de menos a Coco por cómo me hacía sentir cuando estaba con él, pero también por verlo feliz a él. Necesitamos animales cerca para conectar con la adorable sencillez del mundo.

Con Coco se ha ido una parte importante de mi vida, recuerdos del pasado, y, sobre todo, la oportunidad de seguir disfrutando de ese algo intangible que leía en sus ojos. Yo lo llamaba la verdad.

Sin Coco me he quedado un poco huérfana.

Lo mejor de todo es que querer a Coco no me ha hecho querer menos a mi familia, ni a mis amigos, ni a mi pareja. Querer a Coco me ha hecho entender que los límites y las maneras de la amistad, la lealtad o el amor están a menudo subestimados, capitalizados y maltratados por la especie que se cree el centro del universo. Que se lo pregunten a un perro.

Mi perro se pasaba la vida sonriendo, era un optimista patológico