26 de septiembre (Mañana)
El avión despega: si Dios quiere, me esperan seis días de turismo intenso en Nápoles. El domingo comíamos con Albert y me explicó que había organizado una visita de diez días para una pareja de amigos suyos. En el apartamento que han alquilado sobraba una cama y me apunté para un tour reducido —vuelvo el miércoles—. Ya me puedo preparar, porque Albert no da rincón por perdido. Ayer se cascó 14 kilómetros, nada más llegar. Después de pasar por el apartamento, llevó a sus amigos a ver la exposición de Ultramare, que es como un Montjuïc plano, ideal para hacer una feria de la pizza o para explicar los planes urbanísticos de Mussolini. "Me ha parecido que esta parte te la podía ahorrar", me dijo ayer por la noche, cuándo me llamó para asegurarse de que venía. Aunque Nápoles me hace ilusión, he hecho las maletas para largarme. A medida que el tema de Catalunya se hace grande, la vida se me hace pequeña. Es muy desagradable, la política se ha metido en todas partes y todo el mundo parece secuestrado. Ayer, mientras Albert explicaba a sus amigos la mezcla de grandiosidad romana y de bauhaus que Mussolini tenía en la cabeza, fui a Ripoll a ver a Sílvia Orriols. Quería posponer la cita, pero Marina insistió en que fuera: "Todo está tan muerto que cuanto antes sepas si ella también es una ilusión, mejor". Me pareció viva, efectivamente, pero tan o más acorralada que yo por la derrota humana de los últimos años. Sabe que los problemas de Ripoll son los problemas de Catalunya y se ha fortificado con la esperanza que tarde o temprano podrá formar parte de una revuelta nacional más grande que ella. Espero que lleguemos pronto, porque me han tocado unos compañeros de vuelo que no se saben estar quietos. Van vestidos de raperos, con la gorra, la camiseta y los pantalones de pijama de diseño. Llevan el equipo de Apple completo, incluidos los auriculares de 600 euros, pero el dinero no parece suficiente para distraerlos. Mro a sus novias y pienso: "qué pinta tendréis dentro de 20 o 30 años, con estos brazos llenos de tatuajes absurdos". Entonces me acuerdo de que, hoy, si no vives al día, pasas por intransigente o por fascista. Me parece que Orriols lidera un espacio político sin pretenderlo, por el mismo motivo que a mí me funciona el Patreon, porque lleva mal que los catalanes de la radio y la televisión hagan ver que la historia no existe, o que intenten evitarla para no tener problemas. Renovar la tradición, o hundirse con ella, es uno de los grandes temas de Nápoles.
(Noche)
La primera expresión poética de la ciudad la he visto en el autobús del aeropuerto, cuando el pecho de una madre ha salido del escote para saludarme entre la multitud y recordarme de que tuviera paciencia. El aeropuerto es de pacotilla. Los aviones despegan tan cerca de tu nuca que parece que quieran hacer la raya del pelo a Nápoles. El autobús te deja en una plaza enorme y desbaratada, presidida por una estatua de Garibaldi, que deja una sensación de asco y desfachatez. De entrada, el impacto de las miradas impúdicas que te observan desde los balcones. Dejada la maleta, nos hemos dispuesto a hacer un tour por el barrio del Pendino. Albert nos ha explicado que ocupa el núcleo fundacional de la ciudad, y que está montado sobre una parrilla urbana de inspiración griega. Hemos subido por la calle más ancha, que es la calle de los tribunales, parándonos en cada iglesia y en cada palacio. Hemos visto un Caravaggio por diez euros y hemos comido en un restaurante pintoresco, pero lleno de italianos. Hemos pasado por la plaza donde nació Giambattista Vico y hemos visto escombros paleocristianos y romanos. La sensación de que la ciudad es un teatro lleno de figurantes montado sobre una arqueología de ruinas superpuestas. Nápoles fue la primera ciudad europea que se vio obligada a crecer de forma vertical y, como pasa en Manhattan, los espacios interiores son mucho más espaciosos que los exteriores. Uno de los encantos de Nápoles es la avidez con la cual se aprovechan los espacios. Este abigarramiento, mezclado con el ruido y el olor constante de comida, crea una especie de excitación hipnótica, que despierta el instinto animal. Para compensar, la gente es muy amable. Hay mucha bocina y ruido de motor, pero en el transporte público no se oyen gritos, como pasa en Barcelona. Las motos eclipsan los patinetes. Hay bastante inmigración, pero todo el mundo parece disuelto en el delirio pagano de la ciudad. Cerca del apartamento hay puestos de marisco en medio de la calle que recuerdan a los de Palermo. La relación de esta gente con los frutos del mar, que los llaman, tiene una profundidad erótica, casi más intensa que la relación entre los hombres y las mujeres. Básicamente, veo tres tipos de féminas. La mujer que gintanea, tirando a gorda y sucia; la internacional anodina, que querría ser francesa o sueca, pero que no llega, y después la kumbayá de Barcelona, que camina con más atrevimiento y más gracia que las catalanas.
Vista desde arriba, Nápoles me ha parecido una ciudad dulce, femenina, como una Venus bañándose en el mar, o un Manhattan oriental de la Edad Media
Viernes 27 (noche)
"Nápoles se me empieza a ganar", le he dicho a Albert, con los pies deshechos y el corazón ablandado por las vibraciones nostálgicas de la noche. Ayer hicimos 12 kilómetros; hoy más de 14, y suerte hemos tenido de poder bajar en taxi desde el castillo de Sant Elm. Cuando le he explicado las ganas de volver que me cogieron saliendo del aeropuerto, me ha confesado que la primera vez que vino a Nápoles no duró ni un día. A primera vista, los años de espolio han dejado la ciudad como un pollo desplumando o como un pez sin escamas, sobre todo en los barrios antiguos, donde el paisaje tiene un aire de miseria que deja en ridículo el Raval. Los figurantes de la ciudad gesticulan y hacen muecas, pero si no hurgas en las entrañas de las piedras no entiendes nada. Es como la magnificencia de los interiores, que desde fuera no se adivina nunca del todo. Esta mañana misma hemos ido a San Domenico, un conjunto angevino, de origen normando, que Alfonos el Magnánimo convirtió en el Poblet napolitano de la casa de Aragón. Por fuera, parece una basílica modesta. Si entras por la escalinata de atrás, incluso tiene el encanto de una pequeña ermita de montaña de aquellas que hay en el Pirineo. Una parte del complejo fue convertido en pisos en tiempo de la ocupación piamontesa. Pero una vez dentro, todo son mármoles y dorados, y espacios inmensos. Josep, que es un hombre antiguo, de pocas palabras, siempre ponderado, ha comentado sorprendido: "no había visto nunca una hilera de confesionarios tan larga". En unas dependencias adosadas tienen los restos de la familia real de la casa de Aragón —excepto los de Afonso el Magnánimo, que los castellanos se llevaron en el siglo XVIII—. En otra sala, hay ropas de la aristocracia y el clericato, un par de coronas del rey Ferrante, e incluso, el pequeño puñal con el que dormía el infante Federico. Las visitas casi siempre son self-service, sin guías, vigilantes, ni muchos carteles explicativos. Pero encontrarnos solos con los restos de la corte catalana nos ha causado cierta impresión. La ciudad —me ha dicho Albert— tiene tanta historia para explicar que, aunque quisiera, no tendría suficiente personal para vigilar todas las ruinas, y una parte de su encanto consiste en hacerte creer que te ha dado un juego de llaves para que explores una buhardilla o una cámara de trastos." La mejor visita del día, la hemos hecho en la basílica Santa Clara, donde se hacían enterrar a los reyes angevinos —la monarquía de la competencia. El claustro es una combinación de frescos, baldosas y jardines, imbatible, uno de los mejores homenajes que he visto a la sensibilidad Mediterránea. Antes de comer hemos pasado a ver el Cristo velato, que me ha parecido un prodigio técnico al servicio de la nada, como la mayor parte del barroco. La comida la hemos hecho en un restaurante pequeño, presidida por un póster del Pino Danielle. Con la euforia del vino y las doradas, nos hemos querido hacer una foto y una jovencita que comía con su chico se ha ofrecido a hacérnosla. ¿"Ya sabes quién es? —le han preguntado mis amigos, señalándome, con gran conturbación, cuándo han visto que era catalana. "Enric Vila", ha respondido ruborizada, y yo me he sentido viejo. Por la tarde, hemos visitado el Castillo de San Elmo, que es una mole de fortaleza colgada en la montaña. "Veis aquella punta que se adentra en el mar —ha dicho Albert—, señalando el infinito desde encima de la muralla. Allí está el Castillo del huevo, donde murió el último emperador del imperio de Occidente, Rómulo Augusto". Vista desde arriba, Nápoles me ha parecido una ciudad dulce, femenina, como una Venus bañándose al mar, o un Manhattan oriental de la edad media. Visitando el castillo me ha empezado a doler el dedo gordo del pie derecho y he hecho descansar a la comitiva en el mirador de la Cartuja de San Martin. "Ahora que venga un catalán a decirme que eso no es exactamente el paraíso a la tierra y que el Empordà es mucho mejor" —he pensado. Aunque parezca mentira, el catalán quejumbroso ha aparecido. Cuando se ha marchado, Emma y Josep se hacían fotos junto a la barandilla, con el azul angelical del cielo y el mar de fondo. Era como si Adán y Eva hubieran llegado juntos a la jubilación. Y me ha parecido que tenía que coger el móvil para inmortalizarlos.