Con la llegada del buen tiempo se marchó Pablo Iglesias de la política y ojalá sea para siempre. No, no se puede. O, en todo caso, Iglesias no ha podido y ya se veía que no podría, porque predicar es más fácil que hacer la revolución. De modo que me ha sorprendido que un periodista vasquista como Jonathan Martínez haya hecho un tuit diciendo que “al margen de si estás o no de acuerdo con Unidas Podemos, Pablo Iglesias es uno de los políticos más valiosos que ha dado España. Y su marcha no representa tanto un fracaso de Unidas Podemos como un fracaso de España”. Los de Euskal Herria Bildu no pierden la oportunidad de equivocarse ni de hablar un castellano extraño, tan triste como pasarse una semanita en Donostia sin comer fuera. Y es que ni lo uno ni lo otro, ni coser a España con bombas y asesinatos ni tampoco desvivirse ahora en regenerar España, en mejorar España. Un poco de contención. Tampoco hay que arrastrar a Esquerra Republicana a hacer este servil papelón federalista que tanto daño le hace, sólo para demostrar una quimérica pureza de sangre internacionalista. La izquierda abertzale exagera siempre y nunca escucha, de ahí que haya sido uno de los protagonistas más nefastos y siniestros de la política española de los últimos sesenta y dos años, casi tan nefasto y siniestro como el cuerpo paramilitar de la Guardia Civil o txakurrada. Vivimos afortunadamente en una sociedad laica, y, en general, hemos dejado de ir a misa, de aguantar sermones de nadie, de creer en soluciones mágicas ni en dogmas. Ni los del Vaticano ni los de los comunistas. El pueblo es adulto, noble y honrado, y por eso se entusiasma siempre con la idea de la revolución pendiente, con la posibilidad, imprescindible, de mejorar nuestra vida cotidiana, de acabar con los abusos y las injusticias del poder, de construir una auténtica democracia. El pueblo siempre espera que vuelva Espartaco y Robin Hood y Carrasclet también. Por eso siempre recibe con simpatía iniciativas rompedoras y valientes, como la que encarnó Arnaldo Otegi en su momento, o como la que capitaneó Pablo Iglesias Turrión, Unidas Podemos. Y por eso la decepción es tan grande después, tan terrible, por eso la rabia de los engañados es más fuerte que el miedo a cualquier Ceausescu. Pablo Iglesias ha caído víctima de su propia vanidad, que lo ha llevado al completo descrédito. Porque prometió que nunca dejaría de vivir en Vallecas, y que él podría arreglar los grandes males de España. Sí se puede, decía. Por eso los jovenzuelos de Podemos entusiasmaron a muchos porque estaban determinados, decididos a ir más allá del derrotismo y de la impotencia de la clase política tradicional. Un líder revolucionario ni paga el chalet de Galapagar ni se enfrenta a la prensa libre que le señala como un charlatán.

El independentismo político debería aprender algunas cosas de las últimas elecciones autonómicas de Madrid. Isabel Díaz Ayuso es creíble y la izquierda española no lo es, el crédito siempre es muy difícil de conseguir y muy fácil de perder. Y para ser creíble ha dejado de lado las disquisiciones universitarias y eruditas sobre qué es y que no es la libertad, los sermones de Pablo Iglesias, y ha demostrado que tiene más los pies en el suelo que la mayoría de los políticos que se reían de ella, empezando por el papanatas de Pablo Casado. Gracias a una eficaz política comunicativa diseñada por Miguel Ángel Rodríguez, el antiguo asesor en comunicación de José María Aznar. No hay que olvidar a este elemento. Sin el runrún diario de los medios conservadores madrileños señalando la pura verdad, nada más que la verdad, que Pablo Iglesias es un farsante, no habrían logrado convencer al personal para ir a votar. Y es que la votación de Madrid ha sido un plebiscito. Y Díaz Ayuso, en cambio, se ha mostrado tal como es, sin maquillarse mucho, a la vez terrorífica y frágil, burlona, espontánea e intelectualmente limitada, sin exagerar. Y esto ha gustado, porque unas elecciones no son unas oposiciones a cátedra, ni un concurso de ideas y la gente vota lo que le da la gana.

Un momento. Sin unos medios de comunicación que hayan explicado perfectamente, sin caer nunca en la propaganda, quién es y qué quiere hacer Díaz Ayuso, nunca habría conseguido una victoria electoral tan importante. La propaganda siempre es contraproducente porque, hay que insistir, la gente vota lo que le da la gana y desconfía de los platos precocinados. Díaz Ayuso ha dejado de lado las grandes palabras, las grandes ideas y se ha centrado en la ilusión. En la ilusión que mañana será otro día y que saldremos adelante. Muy sencillo. Es una política tan facha como ustedes quieran pero que se muestra desacomplejada, simpática, en contraste con la cara de mala leche perpetua de un Albert Rivera o de un Pablo Iglesias, durante los últimos años siempre malcarado, abatido, amargado, siempre psicológicamente hundido. Ha ganado Díaz Ayuso porque ha sabido transmitir ilusión gracias a una buena política comunicativa. Si algún día Carles Puigdemont, periodista, entiende que un líder debe generar permanentemente ilusión, como De Gaulle en Londres, como Kennedy en Los Angeles, y que el sermón de la legitimidad, y de la penita, tiene las piernas muy cortas, será muy provechoso.