El abogado Jordi Pina se hizo una pregunta que es la pregunta. Si valía la pena o no valía la pena participar en el juicio de los presos políticos, si tenía que encargarse de la defensa de Jordi Sánchez, de Jordi Turull y de Josep Rull. Al final la respuesta fue que sí, la tentación era muy grande y es muy natural, a Jordi Pina le gusta mucho su trabajo. De modo que hemos visto durante muchos meses un humillante juicio televisado, con prolegómenos y secuelas. Muchas secuelas. Todo el mundo ha abierto los ojos como platos ante el ritual expiatorio de Marchena, el brujo de una tribu caníbal que acaba metiendo a nuestros amigos dentro de la olla grande. Todo el mundo ha opinado con pasión y dedicación, porque naturalmente los condenados no se representan sólo a sí mismos, representan sobre todo al conjunto de los ciudadanos independentistas, que les han votado antes o después de la fallida declaración de independencia. Este ha sido el gran juicio contra las libertades de Catalunya. Así que, lo quieran o no, los abogados como Jordi Pina, los que representan a nuestros representantes políticos, nos han acabado representando a todos nosotros. Es por eso que tenemos derecho a opinar. Por eso y porque, además, entre todos les hemos pagado la minuta.
Ahora que Jordi Pina publica un libro, El judici de la meva vida, sobre su experiencia personal, con envidiable oportunidad comercial y discutible servicio a la causa, tal vez sea momento de decir sólo una cosa. Que la estrategia de los letrados de los condenados independentistas ha sido un rotundo fracaso. Pero no sólo por el contenido y resultado de la sentencia, que ya sería suficiente motivo, sino por la humillación que algunos abogados nos hicieron pasar durante el juicio. Por la actitud servil, sumisa e infantil ante los jueces del Supremo, una actitud hiriente que no ha servido para rebajar ni un día de condena a los presos políticos. Que sólo ha servido para que los abogados de los presos políticos puedan seguir trabajando después del juicio, para que puedan volver al Supremo y puedan volver a felicitar a esos magistrados por su gran valía profesional. Y luego ir a tomar un café con ellos y a comer si es necesario, y si conviene pagarlo todo, que parece mentira, que somos tan simpáticos y serviles que no parecemos ni catalanes, excelencias. El negocio es el negocio, hay que tirar para adelante y hay vida profesional más allá de Lledoners, Mas d’Enric y Puig de les Basses. A los presos políticos no les volverán a ver nunca más por el Supremo, pero sus abogados siempre estarán allí, que son muy buenos profesionales. La vida es muy dura y sabe mal decirlo, pero las cosas son como son. Todo el mundo sabe que, en un juicio político, en un juicio que ya está sentenciado antes de empezar, un abogado no tiene nada que hacer. A los profesionales del derecho les cuesta mucho admitirlo, pero en un juicio político todo es un teatro porque se aplica exclusivamente el derecho penal del enemigo, como muy bien explica el sabio jurista alemán Günther Jakobs. De modo que el abogado puede optar por mantener dignamente la posición política del acusado, del modo que, por así decirlo, hizo el señor Gonzalo Boye en juicio de la pancanta, sin tirar ni un triste papel al suelo, o hacer una exhibición, además a televisada, una especie de publirreportaje televisivo, de las habilidades sociales de los abogados de la defensa.
Como les deseamos una larga vida profesional, el juicio de los presos políticos no es ni puede ser el juicio de la vida de Jordi Pina, de Xavier Melero, de Andreu Van den Eynde, de Marina Roig y de todo el grupo. Tampoco será el juicio de nuestras miserables vidas, las de la mayoría de la población que nunca quiere pleitos, aunque los pudiera ganar. La mayoría de la gente vive tan alejada como puede de esta magia negra de la justicia, de este mundo extraño que funciona —o no funciona— como una realidad paralela, con un lenguaje paralelo y una lógica paralela. La sabiduría popular recomienda vivir lejos de los abogados pero parece que la represión del Estado español no nos dejará prescindir de ellos, por ahora. Cada vez tenemos más presos políticos, ahora con Eduardo Garzón, Ferran Jolis, Germinal Tomás, Guillem Xavier Duch, Xavier Buigas, Alexis Codina y Jordi Ros. Pero si el trastorno de identidad disociativo se lo permite, si no es mucho pedir, a unos cuantos nos gustaría que nuestros abogados no confraternizen con un enemigo que no pretende ganar un simple juicio. Que lo que quiere es borrarnos del mapa.