Albert Botran, diputado de la CUP en Madrid, ha escrito un artículo polémico diciendo no como es, no, el independentismo político, sino como debería ser, según él, y ha citado a Julià de Jòdar. Ambos han encontrado tiempo para teorizar, un poco, sobre cómo debería ser el independentismo, para ir bien, para ser aún más mayoritario en nuestro país. Los argumentos que gastan, con un diseño exquisito, son de despacho universitario, y me han recordado cuando la monja Forcades quería encabezar una candidatura que aglutinara a ERC, los Comunes y Comunas y la CUP. La iluminada monja no se callaba ante los medios, hace pocos años, que “la historia de Jesús está muy cercana a la de la izquierda radical”. Existen izquierdistas —con muy buen corazón y muchas otras irreprochables vísceras— que se consideran mejores personas que las demás, personas semidivinas, nítidos reflejos de Dios o de Karl Marx, militantes abnegados del partido del Bien Cósmico, épicamente enfrentados con el pérfido partido del Mal Absoluto. Si los buenos nos gobiernan algún día, que hasta ahora nunca nos han gobernado, nos encontraremos que ninguno de nuestros conciudadanos pasará nunca más hambre, ni nunca tendrá que dormir al raso. Todo el mundo tendrá resueltas las cuestiones básicas ya que queremos ser Europa y, específicamente, una buena democracia escandinava. Esto como mínimo.
Estos políticos de izquierdas, ya que se miran al espejo y se ven óptimas personas, ilustradas e idealistas, con sentimientos admirables, pues quieren que la Catalunya independiente sea una sociedad modélica. De referencia. Porque si no es una sociedad modélica y de referencia, la independencia, qué quieres que te diga, no es para nosotros. No porque los catalanes seamos nada del otro mundo, no, no, que eso sería pecado de supremacismo, sino porque en una Catalunya independiente gobernarían siempre los buenos, los del partido de Jesús y Marx, los de las políticas transformadoras, los de la conciencia social. No habría corrupción política porque sólo nos dejaríamos gobernar por hombres y mujeres nuevos y nuevas, por personas que hayan sido educadas con sólidos valores éticos y morales. Con certificado. Los llamaremos democráticos, pero ya nos entendemos. Nosotros si lo hacemos, lo hacemos bien. Y en esto no somos supremacistas porque todo el mundo ve que los países de izquierda son mucho mejores que los otros.
Los argumentos, poco o mucho, son estos mismos. Y naturalmente, si alguna vez se consiguiera, para Catalunya, este sueño de fanfarrones, de arrogantes, llegaría un día en que no se tendría que votar nunca más, ya que el Bien y el Mal están siempre claramente identificados, confrontados, evidenciados. ¿Quién querría, en una sociedad libre, votar por un programa nocivo para el conjunto de la sociedad, contrario a la redistribución de la riqueza, favorable a los poderosos y al mantenimiento de privilegios? ¿Quién querría defender las políticas del Mal? ¿Y cómo es posible que digamos que creemos en la democracia si sólo nos parece posible, racional, legítimo que gobiernen siempre los unos y nunca los otros? ¿Qué valor, qué poder tiene nuestro voto si, según algunos dirigentes políticos, si según algunos intelectuales, nuestro voto debe ser obligatoriamente siempre el mismo, para los profesionales de la bondad y del amor? Hoy, mientras nos hablan de empoderamiento, los ciudadanos tenemos cada vez menos poder. Menos dinero, menos derechos reales. Y si encima renunciamos a hacer con nuestro voto lo que nos dé la gana, siempre libremente, nos estamos equivocando. Sin chantajes morales.