Este año has escuchado tres mil doscientos sesenta y cuatro minutos de homilías improvisadas, mil quinientos minutos de homilías en las que has desconectado y, cuando has conectado, no recordabas de qué iba el Evangelio y novecientos veintiún minutos de homilías que no tenían nada que ver con la Palabra de Dios que se ha leído. Si hiciéramos un Spotify wrapped basado en el feligrés promedio de nuestro país —salvando la distancia exagerada en las cifras— quizás no nos saldría una cosa muy diferente a esta. El papa Francisco ha vuelto a pedir que las homilías no duren más de diez minutos y, aunque de entrada, desde fuera y para los desconocedores o los prejuiciosos de la cosa pueda parecer un toque de atención que menosprecia la tarea predicadora de los mosenes, los motivos de fondo radican en los argumentos radicalmente opuestos. Ni resta importancia a la Palabra de Dios, ni desdeña la tarea de los mosenes, ni desprecia sus capacidades para ofrecer herramientas doctrinales que sirvan para la vida de oración. No lo denigra: pretende potenciar la eficacia.

A los que tenemos un poco de misa a las espaldas —que es el perfil de lector a cuyas manos llegará esta columna—, no nos cuesta mucho reconocer cuando una homilía nos ha sido útil o tiene potencial para sérnoslo. Y suele coincidir que, cuando la homilía es extremadamente larga, se convierte en una nebulosa de palabras de la que cuesta extraer ideas claras que puedan ayudarnos a incluir y tener siempre presente el Evangelio en nuestra plegaria. Una homilía excesivamente extensa en una parroquia de mundo suele ser sinónimo de falta de generosidad: o el mosén no se ha tomado el tiempo para trabajar la Palabra de Dios, o no ha pensado en aquello que podía servir al perfil de feligrés que ha venido a celebrar la misa, o bien considera que las Escrituras necesitan complementos. En general, la comprensión e interiorización de ideas —de cualquier tipo— suele manifestarse en una habilidad para la orden y la concisión. Y, en este caso concreto, también en la comprensión y asimilación que en el Evangelio ya está todo, que no necesita añadidos y que lo que hay que ofrecer es un marco de lectura desde el que acercarse a él: el de la Iglesia.

En el Evangelio ya está todo, no necesita añadidos y lo que hay que ofrecer es un marco de lectura desde el que acercarse a él

La homilía hace de puente: hace que podamos sustentar nuestra relación personal con Dios en su Palabra sin dejar de lado los siglos de estudios para su interpretación que nos han precedido. Como cualquier elemento que configura una tradición, nos permite relacionarnos con nuestro presente porque nos vincula con el pasado. En este caso, de hecho, porque nos hace entender que Dios no forma parte del tiempo en tanto que Él es amo y Señor de este. De entre algunas de las —muchísimas— fijaciones que carga el lore en lo referente al catolicismo, hay la que dice que los católicos no tenemos relación con las Escrituras más que de la de sentarse en los bancos de la iglesia para que nos las expliquen. Sí y no. Es cierto que la Iglesia unifica la interpretación de la Iglesia bajo un paraguas común, pero con eso no es suficiente para sacar todo el jugo: el Evangelio quiere plegaria. Y la homilía tiene que hacer de caja de herramientas para que vida espiritual y Palabra de Dios se rocen lo suficiente para convertirse casi en una sola: es desde este plano que se transforman las convicciones profundas. Sin esta aproximación —que debe ser tenida en cuenta por quien se pone a hablar desde el atril— se corre el riesgo de convertir al feligrés en un simple espectador, en un oyente, en consumidor bobo de pódcast.

La pretensión de querer ofrecerlo todo diligentemente masticado desprende al feligrés de su responsabilidad hacia su propia vida espiritual: el mosén ya me dice qué tengo que hacer. La manía de masticarlo todo en exceso, finalmente, convierte la Palabra de Dios en unas papillas para bebés. La homilía es primordial porque, aparte de hacer de enlace entre el feligrés y el Evangelio, entre la plegaria y Dios, también hace de enlace entre aquel que no conoce al dedillo el ritmo y el significado de la liturgia con el Dios que se manifiesta en ella. Una intersección que hace una cruz. De todo lo que pasa en una misa, lo único que puede comprender lo bastante a fondo aquel que no tiene ni cultura ni formación religiosa es lo que dice el mosén. Hasta este punto es capital la calidad del anuncio. Ya lo entiendo, ya, que eso carga una responsabilidad enorme sobre el mosén, pero de eso va su vocación. Y dependen muchas almas de ella. Que eso sea así no tiene que ser, en ningún caso, un plomo: son unas alas. Es un regalo. Dios exige mucho a aquellos a los que ha dado mucho y siempre —siempre— ofrece los puntos de apoyo.