No se recuerda mayor desgana y falta de entusiasmo. Al menos los amantes de la siesta podrán agradecer a Mariano Rajoy que su discurso de investidura comenzara a las cuatro de la tarde de un caluroso día de agosto. 36 folios y hora y media de inusual inapetencia en un candidato a la presidencia del Gobierno que no pudo mostrarse más gris y más plano. La modorra estaba asegurada. Tanto que venció a algunos ilustres de la tribuna de invitados. Cabezada va y cabezada viene.
Es lo que tiene Rajoy, que no engaña. Ya dijo aquello de que “si hay que ir se va, pero ir pa ná...”. Pues fue “pa ná” y por eso quizá ni se molestó en disimular que acudía resignado. Más bien obligado por la Constitución, cuya letra pretendió sin éxito retorcer después de haber aceptado el encargo de Felipe VI. El caso es que no quiso emplearse a fondo en una intentona que sabía condenada de antemano.
Antes de subirse a la tribuna ya se había rendido a la estrategia de presionar al PSOE, al que ignoró durante todo el debate. Rajoy es muy de desdeñar al adversario, pero lo que no sabíamos es que también es capaz de despreciar con soltura al aliado. En esta ocasión a Ciudadanos, a quien castigó ostensiblemente con su indiferencia hasta el minuto 40 de su perorata como si en lugar de haberle prestado 32 votos se los hubiera robado. Ni agradecido ni pagado, Rivera es para Rajoy lo que Pablo Iglesias es para Sánchez, y lo seguirá siendo por muchos años. Sus alusiones al pacto de investidura con Rivera fueron escasas y encima las igualó con sus menciones a Coalición Canaria, como si un voto valiera lo mismo que una treintena.
Con todo, lo que más sorprendió es que Rajoy dinamitara el último puente que le quedaba para ser investido después de las elecciones vascas en caso de que el PNV necesite al PP en el Parlamento de Vitoria y se preste a canjear el apoyo de sus cinco diputados en Madrid por el auxilio de los populares en Euskadi. Como el presidente en funciones tenía pocos frentes abiertos, decidió abrir otro con una intervención en la que recurrió a La Pepa de 1812, una Constitución que las Juntas Generales no aceptaron nunca. “Tiene bemoles”, que diría Aitor Esteban.
Pues eso. Que si la comunión de PP-Ciudadanos con PNV se antojaba ya complicada por la a priori incompatibilidad entre los naranjas y los nacionalistas vascos, Rajoy se apresuró a hacer saltar por los aires el último puente que le quedaba. Quizá todo discurrió así porque alguien más que el PSOE de Pedro Sánchez trabaja ya en la pantalla de las terceras elecciones, y desde luego ni es Rivera ni es Pablo Iglesias.
Prepárense porque esto va de que el turrón de 2016 nos lo comemos en las urnas. La tercera convocatoria empieza a ser una posibilidad bastante real. ¿Con los mismos candidatos? Si tuvieran vergüenza, se irían todos a casa.