Hace días que cada vez que abro La Vanguardia pienso en una estancia en el País Vasco que hice el verano del 9N. Paseábamos por Vitoria y una amiga del PP comentó que era curioso que en un país tan rico, y aparentemente tan ordenado y limpio, se hubiera enquistado el terrorismo. Veníamos de San Sebastià y de Zarautz y, un poco harto de ver parques temáticos, respondí que el dinero trae la paz hasta el día que trae la guerra. No todo se puede comprar o tapar con dinero. Sea porque cuando no faltan, sobran, con el dinero es mejor practicar aquella filosofía délfica que dice "de demasiado nada".
El dinero, si tienes la suerte de que te sobre, es mejor invertirlo en alguna causa que te parezca justa o malgastarlo en caprichos ajenos. Y si tienes la suerte de que te falte, es importante aprovechar el empuje que da estar a dos velas para prosperar sin esperar milagros, ni olvidar la responsabilidad que comporta hacerse rico. El dinero fue el argumento de CiU para abrazar el independentismo y solo hay que ver en qué estado han acabado los convergentes. El dinero es peligroso porque, a su manera, ama la verdad y cuando abusas de él, no te lo perdona.
Ahora la fascinación del dinero parece que ha cambiado de bando. Últimamente, son los unionistas los que buscan una salida en su prestigio fácil. Tiene gracia que la misma ilusión que justificó las mentiras del procés sirva para intentar tapar las atrocidades políticas del 155. No hay que ser un genio para ver que esta estrategia agravará el desierto político. Hace 25 años, Aznar y Zapatero intentaron españolizarnos con dinero y España ya solo se aguanta con cuatro jueces irredentos y el castellano de los inmigrantes del Tercer Mundo. Incluso los valencianos protestan.
El espíritu de los pueblos tiene que respetarse porque si no, busca maneras oscuras de hacerse respetar.
Si Salvador Sostres puede adular a la presidenta Ayuso en los diarios de Madrid, y al presidente Illa en los de Barcelona, es porque el Estado ya solo es una cuenta corriente. Espiritualmente, España a duras penas existe, igual que ya no existe la burguesía catalana. Todavía no se ve porque nadie recuerda a los lectores del ABC que las historias de decadencia y putrefacción que Sostres explica sobre la sociedad barcelonesa son protagonizadas por gente que vive en Catalunya como si fuera una colonia; gente de poca calidad, imprescindible para que el bipartidismo vuelva a funcionar.
Madrid ya no articula nada, ni necesita hacerlo, porque la globalización le permite escaparse de la prisión peninsular y pensar en Miami más que en Aranjuez. Por eso La Vanguardia puede hacer decir a los vascos que Madrid nos roba, y Ayuso y García-Page pueden hablar como si fueran castellanos de hace un siglo. Por eso Sostres no se ha deshecho de la sensación de que hablar español es de pobres, a pesar del espacio que dedica a insultar a los independentistas en la lengua del Estado. La idea y el sacrificio preceden al dinero; después todo depende de la gestión de la herida. Pero el problema es que Tejero fue la última idea que tuvieron los arquitectos de la Transición.
Para alcanzar la época, las élites de Barcelona quieren que Madrid les subrogue la gestión política de la periferia del Estado, igual que en el siglo XIX pedían a la corte que blindara el mercado español, cuando los Borbones ya lo habían estropeado. Piden compartir los espolios de la unidad de destino universal, a cambio de contener al pueblo catalán con alguna idea de bombero que implique a todos los españoles. La oferta no es multiplicar el concierto vasco, como a veces parece cuándo lees La Vanguardia, sino disolverlo a través de Catalunya, ahora que ETA ya no mata y que ya nadie recuerda las guerras carlistas.
Los vascos pronto descubrirán que eran los asesinatos de ETA los que aseguraban el concierto y que era la historia de rendiciones que había llevado hasta el concierto la que creó ETA. Los catalanes quizás entenderemos por qué el mismo país que creó el modernismo y los mejores pintores del siglo XX parió el terrorismo de la FAI. Las naciones tienen que ser libres. El espíritu de los pueblos tiene que respetarse porque si no, busca maneras oscuras de hacerse respetar. Israel y Palestina se matan como dos gladiadores, mientras Occidente hace caja desde la tribuna de un circo romano.
Igual que las armas, el dinero no puede sustituir las realidades existenciales. Ya sé que no servirá de nada escribirlo. Pero el futuro de España depende de la capacidad de los catalanes de resistir la tentación de venderse la nación por un saco de patatas. La burguesía catalana tuvo parte de razón con sus negocios, incluso durante el franquismo. De lo contrario, no habría podido ayudar a Jordi Pujol. Pero desde Tejero, solo ha vivido de destrozar el país, de venderse lo que sus ancestros trataban de salvar cada vez que hacían un pacto fáustico con Madrid.
Por eso Sílvia Orriols tiene éxito, no por su discurso antiislamista. Los discursos contra el velo son una forma visceral de recordar que la historia es la base del progreso y que en algún momento tienes que decir basta, cuando parece que todo está en venta.