Todavía hay dudas sobre si la representación en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de París hacía referencia a la Santa Cena o a Le Festin des dieux. El hecho es que, de entrada, para muchos cristianos fue interpretado desde la referencia del Evangelio, y la organización de los JJ. OO. se ha visto obligada a pedir disculpas. Siempre que la opinión pública —catalana o internacional— se enzarza en la discusión entre libertad de expresión y ofensa religiosa —y ahora pienso en el caso de la Virgen de Rocío, también—, me da la sensación de que hay unos cuantos que quedamos en medio del sándwich. Somos católicos, pero el grito en el cielo caricaturesco de determinados sectores nos hace sospechar que los aspavientos no nos hacen ningún favor. Pensamos que sin libertad de expresión no hay libertad posible, pero estamos un poco cansados de que lo que nos hace de centro y estructura nuestras vidas siempre sea la broma fácil. Diríamos algo, quizás, porque pensamos que el tema da un poco de lástima y no inspira ninguna idea de grandeza, pero no acabamos de entender exactamente a quién favorecería nuestra crítica, ni si, como cristianos, esto es lo que nos corresponde hacer. Es decir, hasta qué punto subirse al carro de las manos a la cabeza nos sirve en todos los sentidos. Personalmente, no quiero correr el riesgo de criticar que se hace comedia de mi fe de forma reiterada y acabar convirtiéndome en un cómico con vocabulario belicista. Con todo, tampoco quiero pensar que me hago un escudo de cobardía. O que, alzando la voz por esto y no por todo el resto —siendo "resto" cualquier campo en el que los cristianos tengamos algo que decir—, encarno la peor de las hipocresías.

Contradicciones lógicas y tensiones morales aparte, a raíz de la parodia de la ceremonia de apertura de París, los cristianos —los católicos, en el caso de quien les escribe— pudimos comprobar como, desde dentro de nuestras filas —unas filas extensas y plurales, cabe decir—, el asunto era recibido enseguida con la palabra satanismo en la boca. Parecía que tras toda la pompa —más o menos justamente— indignada, no había ni una miga de esperanza, ni una miga de fe, ni una miga de afán transformador desde una situación que, una vez más, nos pintaba como los pringados del mundo. Me pareció que todos esos ataques de dignidad no era más que la expresión de una incapacidad por dar la vuelta al menosprecio terrenal, cuando, en realidad, este debería ser nuestro móvil de corazón, aun sabiendo de cabeza que nunca lo lograremos del todo.

Que una parte del mundo rechace a los seguidores de Cristo es como tiene que ser, porque es una expresión de la libertad que Dios nos da, y está escrito: "y todo el mundo os aborrecerá por causa de mi nombre". El episodio de la parodia en la ceremonia de apertura de los JJ.OO., sin embargo, y la respuesta que recibió desde varios sectores, era un escenario perfecto para entender cómo se utiliza el cristianismo —sobre todo el católico— de punta de lanza de una batalla cultural que no acaba de ser exactamente la nuestra. O que no acaba de ser exactamente la única. Cuesta pensar que todo esto no es producto de la polarización de la sociedad norteamericana y de la exportación de luchas —sobre todo, contra todo lo que es considerado woke— que ha comportado. En esta batalla cultural que parece que hace de sotobosque de todo, hay quien mira el catolicismo con ojos amables en la medida en que puede asociarlo a un puntal ideológico y político concreto. De todo esto aquí saboreamos los restos, pero dentro de la Iglesia católica estaounidense se está convirtiendo en un conflicto que pone en peligro el carácter universal y la convivencia de los distintos caracteres católicos. De hecho, el abogado católico Tim R. Busch explicaba en la revista jesuita America que se dedica a hacer cenas con gente con la que, por carácter religioso, quizás no tendría nada en común, pero lo hace con la intención de recoser desavenencias y revalorizar la idea de que la Iglesia es una casa con muchas estancias.

Se está utilizando el cristianismo —sobre todo el católico— de punta de lanza de una batalla cultural que no acaba de ser exactamente la nuestra

La "batalla cultural" es una lucha política a la que me parece que gran parte de los católicos se está dejando arrastrar, porque les hace sentir que pueden formar parte de las discusiones del mundo sin ser rechazados. Tomar estas discusiones tal como vienen, sin embargo, tensa la institución de la que formamos parte y, por lo tanto, perjudica al conjunto del catolicismo. Convirtiéndose interesadamente en una herramienta más de la polarización política, no seremos más que un think tank al servicio de lo mundano. De hecho, incluso las posturas que en esta oleada polarizadora serían contrarias al catolicismo caricaturizado, es decir, a lo que sirve a la oleada reaccionaria, se aprovecharán de ello. A modo de ejemplo, hace unos días, el exdiputado de la CUP Pau Juvillà citaba un tuit sobre el informe de abusos de los jesuitas con un: "¿comen jamón?". Ingenuamente, parece que una cosa no tenga que ver con la otra, pero asumiendo que los católicos estamos todos en el lado reaccionario del pedazo de historia que nos ha tocado vivir y que, en consecuencia —haciendo un triple—, tenemos una postura concretísima sobre la inmigración musulmana, tiene sentido.

En los aspavientos en torno a la ofensa hay una posición cómoda con este utilitarismo ideológico burdo, y aquí está donde radican las sospechas y las contradicciones que experimentamos los que nos encontramos en medio del sándwich. Decía fray Reginald Garrigou-Lagrange, dominico: "La Iglesia es intolerante en los principios porque cree, pero es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en los principios porque no creen, pero son intolerantes en la práctica porque no aman". Me hizo pensar en que, sin fe, no hay amor que nos haga tolerantes en la práctica ni intolerancia en los principios que tenga sentido. Siendo una herramienta ideológica al servicio de las batallas del mundo, convirtiéndose en una postura política más y atendiendo solo una parte de la moral que se nos asume, nos vaciamos a nosotros mismos de la misión sobrenatural a la que estamos llamados como parte de la Iglesia, es decir, como hijos de Dios conscientes. Si nuestro vínculo con la opinión pública es solo el de reaccionar desmesuradamente ante la ofensa, nos tienen exactamente donde nos quieren. Siglos de pensamiento cristiano, de conversiones, de milagros y de vidas entregadas a lo único que es grande de verdad, reducidos a una victoria moral en Twitter. Una catalana manera de hacer.

Mientras el viernes por la noche volaban acusaciones de uno y otro lado, declaraciones de políticos de todo el mundo y comentarios acalorados, una influencer católica española a la que sigo, Carlota Valenzuela (@finisterreajerusalen en Instagram), lanzó una pregunta pública desde sus instastories que me ayudó a tomar distancia de la situación y a reorganizar pensamientos, a volver al centro. La chica de Granada miraba a cámara y preguntaba a sus seguidores: "¿Qué creéis que habría pensado Jesús, viendo la parodia de la Santa Cena?", "cómo se habría sentido?". Me pareció que este era el corte, la diferencia entre subir a caballo entre la escaramuza política y reconducir una situación incómoda hacia la espiritualidad de nuevo para hacerla una cosa rezable, para hacernos un bien. Para ponernos en manos de Dios y no en manos del mundo, en definitiva: esta es una apuesta valiente e incorruptible para salir de una espiral de ira pública que es inmovilizante, improductiva y que a los católicos se nos puede acabar girando en contra.