Cuando pisé por primera vez Londres, no tenía muy claro qué era ser español. Tenía dieciocho años y venía de Barcelona, la ciudad más cosmopolita de un estado con tanta caspa por metro cuadrado, que me angustiaba que los londinenses conocieran mi origen terrenal. Era tanta la diferencia entre los dos mundos, el de Londres y el de mi país, a pesar de ser de Barcelona, que paseando y respirando por la capital de la New Wave me di cuenta del infortunio que era ser español.
Una de las cosas que me sorprendió fue ver la imagen de la monarquía británica convertida en pongos, y representada en ceniceros, vasos, tazas de té... en toda una serie de merchandising que ayudaba a glorificar la popularidad de una casa real que aportaba una enorme cantidad de divisas al erario público. Y no solo inspiraban todo tipo de pongos, sino que hacían escarnio de ella en el programa Spitting Image y no pasaba nada. La democracia consistía en esto, supuse. En el hecho de burlarse de lo que parece sagrado y, al mismo tiempo, serlo. Cuando los Sex Pistols publicaron "God save the Queen", pareció que el país se incendiaba, pero la canción se acabó convirtiendo en una salvaje oda a Su Majestad.
Yo vivía en casa de la señora Frasier, una abuela nacida en Escocia y que había emigrado a Londres para salir de la miseria. Ella sola, viuda desde muy joven, había sido capaz de alimentar y dar estudios a cuatro hijos, y comprarse una casita adosada en Edgware, un barrio obrero situado en el norte de Londres. Mrs Frasier era una mujer dura y tierna al mismo tiempo, más thatcherista que Margaret, y tan monárquica que —como tantas otras mujeres maduras— vestía y se peinaba en una versión prêt-à-porter como la reina Isabel II.
Y entonces pensaba en la monarquía de los Windsor y la comparaba con la de los Borbones, la nuestra por orden y gracia de un militarucho que convirtió España en su cortijo privado. Y pensaba y comparaba una figura como la de Jorge VI, el padre de Isabel II, con la de Franco. La fuerza y el coraje de Jorge VI dio alas al pueblo castigado por las bombas y a las tropas británicas para vencer el nazismo, a diferencia del militarucho, que dejó de apoyar a las potencias del eje cuando temía tener que acabar antes de tiempo la gran cruzada católica, apostólica, romana y falangista. Había que dejarlo todo arrasado, atado y bien atado para, en un futuro, escoger a un Borbón bien entrenado.
Con una popularidad creciente y decreciente dependiendo de las Lady Di de turno, para los británicos la monarquía forma parte de su ADN, y por eso se pueden burlar de ella o glosarla sin perder el estilo británico que les caracteriza mientras leen The Sun.
Cuando su monarquía está de luto, los británicos se colocan en posición de melé para proteger a los Windsor
Eso no sucede en una monarquía impuesta como la española. Impuesta por Franco, por la Constitución y por todos los profesionales de la genuflexión que buscan un lugar soleado en la Corte madrileña. Los británicos no tienen Constitución, pero imagino una cláusula del contrato de lealtades entre el pueblo y la monarquía en la que se declare al rey o la reina de Inglaterra no culpables ante cualquier hecho, y derriban Buckingham Palace al minuto de la escandalosa noticia.
A mí, Lady Di nunca me acabó de gustar. Me parecía una pánfila, pero le reconocía un punto de poética a la altura de la lírica de la Casa Real de la que había huido, dejando al futuro rey como aval. Solo una casa real como la británica puede dar para una serie como The Crown. Las monarquías serias son eso, y Lady Di, la expatriada que ejercía de mascarón de proa en yates de millonarios en la Costa Azul, rezumaba aristocracia en abundancia.
Cuando el rey Carlos III anunció que tenía cáncer, el país se conmocionó. Pero el estruendo llegó cuando la misteriosa desaparición de la princesa Kate levantó un montón de especulaciones, a cual más rocambolesca y cruel con los miembros de la familia Windsor. Con toda seguridad, la política comunicativa de Buckingham no fue la más adecuada, pero la aparición de la princesa de Gales anunciando, con una dicción impecable y nada gangosa, que la causa de su desvanecimiento había sido el cáncer que se estaba tratando, despertó todo lo que profesan los británicos cuando su monarquía está de luto: se colocan en posición de melé para proteger a los Windsor.
La monarquía española me recuerda a esa España casposa de cuando aterricé en Londres a principios de los 80. Y mira que han sustituido al emérito —uno verdadero fugado— por el sin mérito, y todo sigue teniendo ese tufo de monarquía impuesta en el que los miembros de la familia solo saben hacer de Borbón mientras los acólitos se deshacen en la melancolía. Ya sé que a los juancarlistas y los borbónicos me sacarán a colación al príncipe Andrés, y el matrimonio Enrique y Meghan Markle, pero hay que reconocer que este trío de la bencina se ha convertido en un grupo de personajes borrosos, como el de Deconstructing Harry, gracias a la indiferencia, muy profesional, de Buckingham Palace. Y es que hay monarquías y monarquías, y democracias y democracias.
Lo siento, pero son las contradicciones las que dan ciertas dosis de mambo a la vida, tantas que, cuando vivo en España, pienso en la Revolución Francesa, y cuando piso Londres, de mi alma cautivada me sale una sola frase: Que Dios salve a los reyes de Inglaterra.