La superioridad moral del independentismo de ayer es la piedra en el zapato del independentismo de hoy. Durante los años del procés, el corpus ideológico independentista se nutrió de explotar la diferencia con España desde la moralidad: como los españoles vivían en un estado atravesado por un déficit democrático flagrante que no estaban dispuestos a enfrentar, ser independentista, pensar que Europa nos miraba, era sinónimo de anhelar una cultura democrática moralmente aceptable. Mientras que el independentismo quiso utilizar una moralidad prácticamente descatalanizada, barnizada de europeísmo y con pretensiones de neutralidad para justificarse ideológicamente, el españolismo puso su puntero moral al servicio del principio rector de la unidad. A largo plazo, eso le ha permitido afrontar el conflicto con mucha más coherencia, porque desde el primer momento les permitió entender el procés como un conflicto étnico y no como una búsqueda del bien en abstracto.
Poco a poco, este anhelo moral independentista se convirtió en una manera de justificar la bondad inherente de la clase política, es decir, en una manera de blindarla de la crítica interna desde los sentimientos. Moralidad y emocionalidad se fundieron en una misma cosa —pienso en el "yo soy una buena persona" recurrente de Oriol Junqueras. La asociación entre una cosa y la otra, entre los que querían el bien y los que eran buenos, fue alejando el independentismo de la posibilidad de confrontarse a España desde un plano realista. Inintencionada o intencionadamente, el compás de las victorias y las derrotas independentistas quedó clausurado en el campo moral, en que para la clase política es todavía un campo sin riesgos. Una parte del desencantamiento con la partidocracia independentista actual hace raíces en el hartazgo de lo que es simbólico, precisamente porque enseguida nos parece una medallita moral más, un momento de autocomplacencia que ensancha la distancia entre el independentismo y la independencia.
El estado español utiliza la distancia con la que los partidos catalanes tratan la realidad política para aprovecharse de ellos: las victorias morales independentistas no les hacen ni cosquillas porque ya saben dónde es que tienen que ganar
Asociar el independentismo a una ideología sin mácula ha impedido dirigir las contradicciones que implica ejercer el poder, pero también las miserias morales de los que hoy son el brazo político. La noticia que los carteles del Alzhéimer y los hermanos Maragall son un caso de falsa bandera ejecutado desde las filas de ERC es un caso perfecto de esta disonancia moral y de la divergencia que hay entre realidad política y discurso. En este contexto, las faltas de rectitud moral se hacen casi una traición ideológica. Que la superioridad moral fuera un arma del independentismo durante el procés ha hecho más profundo la brecha de decepciones y desconfianza —justificada— de que el movimiento se encuentra paralizado. Todo solo fue un pedestal desde el que caer. Hoy, sin embargo, hay quien todavía no está dispuesto a asumir las consecuencias del golpe.
Los partidos independentistas están rotos, en cierta medida, porque todo lo que de puertas afuera evidencia la disonancia moral les cuestiona el discurso del que se han revestido durante doce años. Se relacionan con el conflicto político desde la bondad —aunque solo sea pretendida—, porque si lo hacen desde la catalanidad, tendrán que ser tan constantes como lo es el Supremo a la hora de proteger la unidad española. El estado español utiliza la distancia con la que los partidos catalanes tratan la realidad política para aprovecharse de ellos: las victorias morales independentistas no les hacen ni cosquillas porque ya saben dónde es que tienen que ganar, y la ley de amnistía es una muestra de ello bastante clara. La concreción con la que apunta el compás moral español, el sentido de justicia sobre el cual trabajan sus poderes, es netamente nacionalista. El de los partidos catalanes, en cambio, apunta al sentido de la razón y la justicia universal —que no existe— para que el conflicto pueda ser leído desde todos lados. Haciéndolo, nos impide leer el poder español y leernos a nosotros mismos desde donde estamos. Y relega a los partidos independentistas a poco más que sumilleres de los aspavientos. Hoy todavía hay quien se pregunta cómo puede ser que no seamos independientes, si somos los buenos.