Después de la actuación de la Fiscalía en el juicio que se sigue en mi contra, creo que tengo el derecho y, también, el deber profesional y ciudadano de poner en evidencia la deriva de un órgano constitucional que han transformado en un instrumento al servicio del poder político.
La Fiscalía ha dejado claro esta semana que la igualdad ante la ley no es más que una quimera. Mientras persigue con saña a ciertos sectores políticos y jurídicos, no duda en aplicar un estándar de protección desmesurado cuando se trata de los suyos. La contradicción es evidente y profundamente dañina para el ya maltrecho Estado de derecho.
Por un lado, hemos escuchado de la propia Fiscalía que “la sociedad en la que vivimos no puede permitir que el derecho a la intimidad sirva de parapeto a la impunidad de conductas delictivas tan graves como las que aquí estamos enjuiciando”. Se trata de un enunciado rimbombante que, en apariencia, refuerza la idea de una justicia sin concesiones. Pero, al mismo tiempo, esa misma Fiscalía que proclama la necesidad de que la intimidad no sea un refugio para criminales, defiende con uñas y dientes el derecho del fiscal general a que su teléfono móvil no pueda ser objeto de análisis judicial.
El mensaje es claro: si eres uno de los nuestros, tu derecho a la intimidad es sagrado; si eres un abogado incómodo o un adversario político, tu teléfono es de dominio público y el secreto profesional no existe. Con esta doctrina, la Fiscalía se erige en el gran árbitro de la impunidad, determinando quién tiene derechos y quién no.
En su cruzada contra quienes considera enemigos del Estado, la Fiscalía ha llegado a sostener que el contenido del teléfono de un abogado no tiene ninguna protección especial. Es decir, el secreto profesional, el derecho de defensa y el derecho a la inviolabilidad de las comunicaciones decaen ante la necesidad de investigar “hechos graves”. Sin embargo, cuando el teléfono a analizar es el del fiscal general, el discurso cambia: entonces, la privacidad se convierte en un derecho fundamental de primer orden. La hipocresía no podría ser más evidente.
La Fiscalía ha dejado de ser un órgano de defensa de la legalidad para convertirse en un instrumento de persecución selectiva y de protección corporativa de un grupo muy concreto de personas
Pero, en todo caso, mientras ellos aplican este doble rasero, este viernes la Sala de Apelaciones del Tribunal Supremo ha terminado por respaldar la incautación de teléfonos, ordenadores y servidores, el acceso a correos electrónicos, redes sociales y mensajería instantánea, e incluso el “rooteo” de dispositivos móviles para extraer la mayor cantidad de información posible del fiscal general a pesar de que ya sabemos que borró todo su contenido. Si se tratara de cualquier otro investigado, la Fiscalía habría justificado estas medidas sin pestañear. Pero ahora que afecta a los suyos, denuncian “falta de proporcionalidad” y “vulneración de derechos fundamentales”, criterio con el que, en este caso, no ha estado de acuerdo el Tribunal Supremo, que será quien enjuicie al fiscal general.
Ante el Tribunal Supremo y ante el Senado, la Fiscalía ha defendido con vehemencia el derecho del fiscal general a, como él mismo ha manifestado, “disponer de su intimidad”. Pero ¿por qué este derecho fundamental se defiende con tanta vehemencia para unos y se destruye sin contemplaciones para otros? ¿Acaso hay ciudadanos de primera y de segunda categoría ante la justicia? La respuesta, por desgracia, es obvia.
Por si fuera poco, la Fiscalía ha legitimado el silencio del fiscal general ante el juez instructor, afirmando que “es una postura procesal amparada en un derecho fundamental”. Es decir, si el fiscal general decide no responder a las preguntas de un juez, se trata de un acto legítimo. Pero si cualquier otro acusado decide no contestar a las preguntas no ya de un juez, sino de un fiscal, se lo acusa de “falta de colaboración” y se sugiere, o se dice abiertamente, que su silencio es una prueba de culpabilidad. La doble vara de medir es tan escandalosa que debería sonrojar a cualquiera con un mínimo de decencia.
Más allá de la impunidad para los suyos, la Fiscalía ha dejado claro que está dispuesta a aliarse con delincuentes si eso le permite conseguir una condena contra aquellos a quienes persigue con saña. Así, no ha dudado en afirmar que el Estado debe proteger a un presunto asesino, a un traficante confeso y a un mentiroso compulsivo si eso sirve para obtener una sentencia condenatoria. Es más, considera que a este tipo de criminales se les debe rebajar sustancialmente la pena porque su papel como prueba a favor de la acusación no es sencillo. ¿Qué clase de justicia es esta, donde la Fiscalía se convierte en un refugio para criminales a cambio de declaraciones útiles, aunque demostradamente falsas?
Todo vale cuando se trata de perseguir a ciertos sectores políticos y jurídicos. Al mismo tiempo, se ha consolidado un escudo protector para quienes, desde dentro del sistema, abusan de su poder
Cabe preguntarse qué dirá la Fiscalía cuando, más temprano que tarde, aparezca alguien con pruebas reales que establezcan la verdad sobre la actuación del fiscal general y su posible comisión de delitos graves, como la revelación de secretos. ¿Seguirá defendiendo el derecho a la privacidad? ¿Sostendrá que nadie está por encima de la ley? ¿O recurrirá nuevamente a su ya habitual doble rasero para proteger a los suyos, incluso sacando de circulación a quien ose contar la verdad y aportar pruebas?
¿Qué dirán cuando, más temprano que tarde, se acrediten las formas, dinámicas y cantidades con las que se han comprado voluntades y construido esas camarillas que ahora actúan en dinámicas que distan mucho de ser las propias de un Estado democrático y de derecho? La respuesta todos la sabemos y, una vez más, se aplicará un doble rasero que solo sirve para demostrar que ante la ley no todos somos iguales, que ante la ley están los propios y los contrarios.
A la vista de este panorama, lo cierto es que la Fiscalía ha dejado de ser un órgano de defensa de la legalidad para convertirse en un instrumento de persecución selectiva y de protección corporativa de un grupo muy concreto de personas. Ha renunciado a la imparcialidad y ha abrazado sin pudor la arbitrariedad. La consecuencia es devastadora: la confianza en el sistema se erosiona, la idea de justicia imparcial se diluye y el derecho fundamental a un juicio justo se convierte en un privilegio reservado solo para algunos... los suyos.
La situación y realidad son desoladoras, pero no sorprendentes. Desde hace años, venimos asistiendo a una degradación progresiva de los principios que deberían regir cualquier sistema democrático. Se ha normalizado la idea de que todo vale cuando se trata de perseguir a ciertos sectores políticos y jurídicos. Al mismo tiempo, se ha consolidado un escudo protector para quienes, desde dentro del sistema, abusan de su poder.
La pregunta que deberíamos hacernos no es si el fiscal general es culpable o no, sino si realmente creemos que existe un sistema en el que todos somos iguales ante la ley. Porque si algo ha quedado claro en los últimos días, es que la Fiscalía no cree en esa igualdad y, lo que es peor, ya ni siquiera se esfuerza en fingirlo.