Una misma tragedia y tres miradas. La primera, el dolor. Un dolor insufrible, captado en miles de imágenes del horror, coches que se amontonan encima de víctimas, riadas que se llevan a familias enteras, sótanos inundados donde la muerte ha exigido su tributo. La tragedia del País Valencià es tan terrible que no hay palabras que contengan tanta desolación, atrapados en la inevitable inutilidad del lenguaje.

Como ponerse en la piel de tanto desconsuelo..., una madre que se despide de su pequeño, convencida de que no sobrevivirá, un hombre que se desespera por intentar salvar a su hija, arrastrada por el torrente de agua, unos abuelos que intentan llegar a un rincón seguro, las pesadas piernas hundidas en el agua. Y por todas partes, los objetos que eran el escenario cotidiano, el marco confiable de la vida de cada uno: unos muebles reventados que decoraban el comedor de una familia; las muñecas de una infancia feliz que quedan inertes en un rincón, aplastadas por la fuerza del agua; una pelota que flota en un charco, inútil y triste; pilas de ropa secuestrada de su paz de armario, convertida en desperdicios; centenares de coches amontonados como si fueran un grotesco espectáculo daliniano, la mueca de la tragedia... El agua ha llegado en tromba, incluso sin lluvia, riadas de caudales desbocados que han redefinido el paisaje a su paso. Nada es reconocible, la placita del pueblo, las calles de siempre, el parque donde iban los niños a jugar, los lugares de siempre. Ahora solo hay caos, desespero, impotencia.

Y, al mismo tiempo, de la impotencia nace la voluntad; del desespero, la empatía con el dolor; del caos, el deseo de poner manos, esfuerzos, dinero, contingentes de personas anónimas que se empeñan en devolver la vida allí donde el agua ha dejado desolación. Es la hora de compartir el dolor, València en el corazón, piel con piel, latido a latido: el momento de la gente. Y la gente responde a riadas, pero son riadas de vida que traspasan la voluntad de los políticos, decididas a ayudar, determinadas a estar al lado de las víctimas. Por encima de los políticos que quieren sacar una migaja de provecho en medio de la tragedia, por encima del barro político que se amontona encima del barro que ha dejado la tragedia. València es hoy la tragedia, una tragedia implacable y brutal. Pero València también es hoy la solidaridad de una ciudadanía aferrada a la condición básica del ser humano: el amor al prójimo. El dolor transformado en amor y la vida imponiéndose por encima de la muerte.

València también es hoy la solidaridad de una ciudadanía aferrada a la condición básica del ser humano: el amor al prójimo

Pero València también es el fracaso de la mala política, la peor política, la más pérfida política. "Los muertos evitables", que dice la portada del diario Libération son el epicentro de la indignación que gira la mirada hacia unas administraciones vergonzosas que han fracasado por todos lados, incapaces de prevenir cuando las informaciones eran alarmantes, incapaces de actuar con celeridad, cuando la tragedia ya se había iniciado, incapaces de coordinar, ayudar, planificar la ayuda cuando la tragedia ha estallado. Un Estado incapaz de reaccionar ante un drama humano que acumula más de 200 muertos, tiene más de 1900 desaparecidos y afecta a centenares de miles de personas, es un Estado en quiebra. Son tantas las irresponsabilidades, la indolencia, la absoluta incompetencia, que cuesta discriminar la jerarquía de incompetencias, unos y otros señalados por igual, mediocres arribistas tan aferrados a sus cargos como inútiles para el servicio público.

Hagámonos las preguntas que los apuntan directamente y los dejan sin excusas, con las vergüenzas al aire. Por ejemplo, ¿qué hacía el Gobierno celebrando un inútil pleno extraordinario para la renovación de RTVE —simple agencia de colocación de amiguitos—, cuando las informaciones ya eran alarmantes? ¿Por qué no inició los protocolos de coordinación con la Generalitat Valenciana, si los datos anunciaban un peligro ingente? Y el president valenciano, ¿cómo es posible que todavía no haya dimitido, después de haber cometido todos los disparates posibles? Desde suspender la Unitat Valenciana de Emergències el pasado noviembre, justamente el organismo que tenía como objetivo "garantizar la rápida intervención de emergencia", hasta despreciar las previsiones, asegurar que era un simple temporal que amainaría, y no activar las alertas que habrían podido minimizar parte de la tragedia. Y ambas administraciones negándose a recibir ayudas de los bomberos catalanes o de los franceses especializados en tragedias, mientras el caos reina en las tierras valencianas.

Días de despropósitos, incompetencia y descoordinación que han mostrado lo peor de la política, con un Gobierno torpe e incapaz, y una Generalitat valenciana enfangada en su letal irresponsabilidad. Caerán todas las responsabilidades encima de su cabeza, una a una, y nada podrá justificar que Mazón se mantenga en el cargo, como tampoco es imaginable que la ciudadanía valenciana lo permita. La tragedia es demasiado brutal, demasiado grande, demasiado mortífera, para que su cabeza política, manifiestamente inútil, se pueda mantener en la poltrona.

València llora, València sangra, València se desespera. Pero València también se mueve, se levanta, se moviliza, ayuda. No son los políticos los que le dan esperanzas, sino la gente. La gente convertida en el último reducto, en la tabla de salvación, cuando las administraciones naufragan, engullidas por su propia miseria.