Mi queridísima y admiradísima Llucia Ramis, una escritora excepcional y de las pocas personas del sector a la que yo sería capaz de confesar un secreto familiar, tiene una sección denominada "Això s’acaba", incluida en el programa radiofónico de Xavi Bundó. Y como partenaire, Llucia comparte espacio con Carlos Zanón, un tipo también querido y admirado, pero con el que no tengo confianza suficiente para confesarle secretos de familia, aunque el tiempo dirá si se convierte en uno de mis confesores habituales. Y el domingo, mientras pensaba sobre qué tema podría escribir para este miércoles, Llucia y Carlos hablaron del acto de dormir —entendiendo el tiempo dedicado a sobar— como un problema, ahora que la inconsciencia tiene que llamar para pedir hora de visita a la puerta de la workahólica conciencia hipertrofiada por las redes sociales.
Me estoy haciendo mayor, y lo noto en que cada vez me gusta más dormir. Pero sigo siendo un noctámbulo, más amante de la luna que del sol, más atento a los aullidos de los lobos de la noche que a los gritos de los urbanitas diurnos. Por suerte para mi salud, ya no me dejo las energías y las vergüenzas en las barras de los bares, pero sigo acostándome tarde, dedicando el tiempo a una serie de televisión, a un libro —ahora tengo entre las manos Peregrinos de la belleza: Viajeros por Italia y Grecia, de María Belmonte— y, últimamente, a revisionar la cinematografía de directores franceses que forman parte de mis nostalgias no vividas. En una fiesta celebrada en un piso con vistas a la plaza de Catalunya, una de las invitadas me ha recomendado Les tontons flingueurs, una película de 1963 dirigida por George Lautner, pero Lino Ventura tendrá que esperar hasta después del Lunes de Pascua.
Dormir bien es muy difícil y, actualmente, los especialistas del sueño claman al cielo cuando comprueban que la última luz que ve una parte importante de la población es la de la pantalla del móvil, un estímulo que no facilita relajarse como paso previo a entrar solemnemente en la fase REM. Tienen comprobado que el móvil es como un lobo hambriento si uno necesita contar ovejas para dormirse.
Reconozco que pervertí la práctica de dormir desde que era un niño, y necesito conciliar el sueño con los auriculares puestos y las voces radiofónicas galopando por mi cerebro para poder caer en manos de la inconsciencia. En una época lo hice con Supergarcía y, después, una vez superada la veintena, con otros programas que derivaron en pódcast y que me los reservo para dejar aparcados los pensamientos nocturnos. Sin estos programas, mis noches estarían condenadas a entrar en el bucle del insomnio.
Si cuando era más joven pensaba que dormir era una pérdida de tiempo, ahora cierro los ojos con la esperanza de entrar en una vida paralela de mágicas resurrecciones
En el centro de adicciones me enseñaron a dormir de otra forma. Nunca he logrado abrazar el silencio, pero sí aprendí a dormirme sin estímulos alcohólicos o con píldoras prohibidas a los adictos. Lamentablemente, la muerte de mi hijo volvió a desbaratarme las noches y tuvieron que recetarme unas pastillas aptas para mi condición de rehabilitado en rehabilitación, necesidad —como todavía estoy— de un ligero empujón para caer en brazos de Morfeo. Y sí, no tomo nada sin el consentimiento de mi terapeuta del centro, pero soy consciente de que si no hubiera conseguido dormir, encarrilar el luto habría hecho imposible convertir la ausencia de mi hijo en un superpoder que me hace inmune, por ejemplo, a las honrosas palabras discordantes que —después de la publicación de mi artículo En el nombre de la madre— me regaló vía WhatsApp uno de esos ejemplares que han llegado tarde al mundo de la ópera pero a tiempo para explicarlo a todo el mundo. Como me decía mi padre: “a palabras pronunciadas por laringes inconscientes, trompas de Eustaquio en estado letárgico”.
Y hablando de mi padre, me gusta dormir y soñar. Y soñando he conseguido milagros como el haber construido una segunda vida paternofilial con Manuel. El sueño lleva años repitiéndose, y mientras sueño, dudo si el sueño es más real que la realidad, y en este viaje onírico que se repite sin disturbios procedentes de la conciencia, solemnemente repito a mi padre la frase "pero si estás muerto", y él no me contesta y seguimos haciendo cosas de una aburrida cotidianidad, como si la Parca fuera un sueño dentro del sueño, prohibida en una vida que se funde en cuanto me despierto. La única persona añorada que ha logrado revivir de forma continuada en mi inconsciencia ha sido él, Manuel, y espero lograrlo con mi hijo Marc. De vez en cuando, alcanzo el hecho de que me acompañe, pero me falta construirle una resurrección astral continuada que me permita envejecer a su lado mientras duermo.
Recuerdo que una vez —en un viaje de luto en el que recorrí el norte de Italia en moto— me invitaron a pernoctar en un refugio situado en las cimas del Valle de Aosta. Una vez llegamos, me di cuenta de que me había olvidado las pastillas de dormir donde había aparcado la moto. Esa noche solo conseguí conciliar el sueño un cuarto de hora, el impasse suficiente para estar con mi hijo y ante sus cenizas, él tuvo el tiempo y la curiosidad de preguntarme: "¿y eso qué es?". Y me desperté con un "eres tú, Marc, eres tú", deslizándose por mis labios. Incapaz de volverme a dormir, salí del refugio. Esa noche de agosto, las estrellas brillaban especialmente feroces.
Me estoy haciendo mayor y lo noto en que cada vez me gusta más dormir. Si cuando era más joven pensaba que dormir era una pérdida de tiempo, ahora cierro los ojos con la esperanza de entrar en una vida paralela de mágicas resurrecciones. Y aunque, a veces, los sueños se tuercen, frecuentemente alcanzan una felicidad tan exuberante, que cuando despierto estoy de una agria mala leche con los mortales.