El martes pasado me ocupaba, en una crónica de urgencia, de la revelación por parte de Citizen Lab, de la Universidad de Toronto, del hecho que, como mínimo y desde 2015, más de una sesentena de personalidades catalanas fueron espiadas secreta e ilegalmente. Lo llamaron CatalanGate. Desde aquel preciso instante la prensa internacional seria se ha ocupado críticamente del tema, siendo el Washington Post, como anunciaba el viernes este digital, el que ha exigido la condena de estas prácticas. La cosa no quedará aquí. En parte porque, como denunciaba el diario de la capital federal, no es ya solo una práctica de las dictaduras, sino que parece también que países democráticos —no menciona los EE. UU.—, como los europeos occidentales, han admitido que disponen del ya famoso sistema Pegasus de difícil detección y simultánea gran penetración. Demanda el Washington Post una regulación tanto nacional como internacional detallada y que se distingan las prácticas ilegales (prohibidas) y las legales.
Estas últimas no pueden ser otras que la persecución de la delincuencia más grave y peligrosa, como el terrorismo, tráfico de personas, de drogas, blanqueo de capitales... De hecho, la legislación procesal española, específicamente desde la reforma de 2015, autoriza los seguimientos —antes genéricamente permitidos— con instrumentos lo bastante sofisticados que van más allá de la pura escucha telefónica, con el fin de acceder con garantías a las comunicaciones a distancia, en particular las que se sirven de Internet y de las redes privadas. La cosa se complica cuando se pide la utilización de estos instrumentos de observación, seguimiento, o captura de sonidos e imágenes u otra información cuando no se sabe a ciencia cierta si un delito está en juego. En el primer caso se abren diligencias judiciales para confirmar los indicios de delito. En el segundo, como mucho, para ver si puede haberlos. En este segundo caso estamos ante una investigación prospectiva prohibida en los procesos penales.
Así entramos en la zona de la llamada seguridad nacional, que es uno de los objetivos de la ley 11/2002, reguladora del CNI, en especial su art. 4, que es tan amplio como se quiera. Quiere ir más allá de la investigación penal, pero sin poder utilizar el material en un proceso criminal. El CNI puede investigarlo todo; incluso las investigaciones judiciales, que no quedan excluidas de su radar. Todo lo que hace esta agencia, así como su régimen jurídico y de personal, es secreto. Puede suceder que le haga falta —le debe hacer falta un montón de veces— registrar un domicilio o intervenir las comunicaciones de un sujeto o sujetos. En tal caso, un magistrado ad hoc del TS, de la sala de lo penal o de la del contencioso-administrativo, autorizará estas inmersiones en la esfera privada de las personas, actuaciones también secretas. No saben ni cuántas peticiones, ni cuántas aprobaciones, ni cuántas denegaciones se han producido. Las intervenciones de las comunicaciones son por un máximo de tres meses, pero se pueden renovar indefinidamente, se pueden volver de facto permanentes, demostrando así lo caprichoso de la investigación.
La Comisión de control parlamentaria, todavía no constituida en esta legislatura por no querer incluir los partidos mayoritarios a las minorías díscolas (un 30% de la cámara), también es un secreto: lo son sus deliberaciones —que los diputados no pueden difundir—, y la eventual documentación que se examine es solo a ojos vistas, sin poder retener copias, ni fotos, ni notas de ningún tipo. Lo que se acaba de describir es un marco de impunidad generalizado para una determinada agencia del Estado, solo pro forma controlada, ajena a cualquier mandato político democrático. Un secreto que envuelve un enigma. Ni el CNI, por lo tanto, ni el magistrado que autoriza sus acciones, ni los parlamentarios de la non nata comisión de secretos oficiales, pueden revelar nada.
El secreto, en una democracia, el secreto de Estado también, tiene que tener unos límites: la vulneración de derechos y la comisión u ocultación de delitos. Si no, la diferencia con las autocracias se diluye. Y se diluye porque para el deep state no existe la democracia, solo unos intereses de Estado, de un Estado entendido como el deep state lo entiende
Parece que estamos ante un callejón sin salida. Pues no: el Gobierno puede levantar el secreto cuando quiera y con el alcance que quiera. Poco más, pues, que decir. En el caso que nos ocupa, el del espionaje masivo a líderes independentistas por la sola razón de serlo, es una herida fatal al sistema democrático. El antecesor del CNI, el CESID, necesitó ser refundido y darle un levísimo barniz democrático a causa de los escándalos de la década de los 90. Un sistema político no puede ser democracia de día y autocracia de noche. Ni el secreto puede ser un límite legítimo a la democracia o a los derechos fundamentales: estaría suplantado la constitución.
Pensemos, por ejemplo, que de una sola conversación, fruto del espionaje, surgen datos de terceros, decenas, centenares —según el círculo del investigado— absolutamente anodinos. No hay ninguna garantía de su destrucción. Y tan grave, pero poco señalado, es la vulneración del secreto profesional, en especial el relativo al derecho a la defensa. ¿Quién puede afirmar que no han sido escuchadas las conversaciones entre abogados y sus clientes? Nadie. Descubrir las estrategias de la defensa es un objetivo ilegítimo sin excepción de ningún tipo. Tanto como asaltar despachos profesionales para buscar informaciones o confirmar fantasías.
El gran hermano no existe. Existe, como he dicho en otras ocasiones, una mala madre, malísima, que es un infraestado que el mismo Estado no controla; se diría que es al revés. Como respuesta dicen que, como todo es secreto, no se puede decir nada. El secreto, en una democracia, el secreto de Estado también, tiene que tener unos límites: la vulneración de derechos y la comisión u ocultación de delitos. Si no, la diferencia con las autocracias se diluye. Y se diluye porque para el deep state no existe la democracia, solo unos intereses de Estado, de un Estado entendido como el deep state lo entiende. Un deep state que nadie ha elegido ni conoce. Sobre este cuento no se puede construir ningún tipo de democracia.
Por eso, si, como dice la propaganda oficial, España es una democracia avanzada, irá en la dirección contraria si, por una parte el presidente del Gobierno —el primero, pero no solo— no da explicaciones francas y claras del espionaje en el CatalanGate; y por otra no se levanta sin restricciones la condición de secreto de los materiales, todos, referidos a este nuevo escándalo. En tercer lugar, si alguien se va a la calle, todavía mejor.
Soñar es gratis. Seguir, sin embargo, gobernando con la cola de paja, es un sueño imposible. Al tiempo.