El día que murió Carme Junyent, la serie más vista en ese momento en Netflix era ¿Quién es Erin Carter?, una ficción más mala que el café con sal y protagonizada por una inglesa que vive en Barcelona, pero en un barrio donde todos los vecinos hablan inglés, los niños en la escuela estudian en inglés e incluso los Mossos d'Esquadra se dirigen a ella en inglés. En la única escena de esta chapuza televisiva donde se habla catalán, el trabajador de un supermercado le dice a la protagonista que se apresuren porque el comercio está a punto de cerrar, pero ella, en un castellano macarrónico, le responde que aún no entiende el catalán porque lleva solo cinco años viviendo en Barcelona. La paradoja es que la serie muestra una Cataluña que parece un país lingüísticamente normal y donde todos los rótulos son en catalán, incluso los de la escuela de la zona alta donde trabaja la teacher Mrs.Carter y donde los niños visten aquellos uniformes escolares de línea de Ferrocarrils que pasa por el Vallès. Desgraciadamente, sin embargo, los letreros donde se lee 'Obert', 'Ball de final de curs', 'Fruites y verdures' o 'Propera parada', como la misma serie, no son más que la ficción de una realidad muy diferente.
La realidad es que el día que murió Carme Junyent, hacía escasos cuatro días que una chica de Sant Pere de Ribes, hija de un torturado por la Guardia Civil durante la Operación Garzón, había hecho en castellano su discurso ante toda Europa después de recibir el premio a mejor futbolista del continente. También hace diez días que el nuevo gobierno balear había decidido que ya no es necesario el conocimiento de la lengua catalana para los profesionales sanitarios de las islas. De hecho, hacía escasas semanas que el Ministerio de Cultura y Deportes, con la firma de Miquel Iceta, había aprobado una subvención para el ESCAC con un curso únicamente en castellano, al igual que no hacía ni dos semanas que en Sant Joan de les Abadesses, mientras un servidor visitaba el monasterio, la guía había dejado de hablarnos en catalán para pasarse al castellano ante la demanda de un único visitante.
También hacía tres semanas que Laia Estrada, diputada de la CUP, había decidido poner una reclamación al restaurante Las Salinas tras ser vejada por pedir un bocadillo en catalán. No hacía ni dos meses, ya que estamos, que una usuaria de Twitter había publicado la captura de pantalla donde un agente inmobiliario le decía que no estaban interesados en alquilarle el piso porque había pedido información sobre el inmueble en catalán. Tampoco hacía ni cinco meses que a Mònica Terribas se habían negado a servirle un cortado en el TGV porque lo había pedido en catalán. O apenas llevaba tres meses en pleno partido de la Queens League, donde el 97% de las participantes son catalanas, al igual que los colegiados, una árbitra le había dicho "acuérdate de hablar en castellano" a una jugadora que reclamaba en catalán tarjeta por la rival mientras se retorcía de dolor después de una entrada.
Quizás por todo esto, el día que murió Carme Junyent y la mañana se nubló, literal y metafóricamente, me levanté inmediatamente del sofá para ir a mi despacho y volví a hojear El futur del català depèn de tu, su último libro. Releyéndolo, como si oyera su voz calmada, sabia y concisa al oído, pensé que es difícil no asumir que nuestra lengua está en la primera fase de cualquier proceso de extinción lingüística, la bilingüización. Mientras lo pensaba, también caí en que nuestra lengua no solo debe combatir contra una lengua vecina veinte veces más potente, contra dos estados hostiles o contra la globalización, sino también contra la estigmatización lingüística que sienten muchos catalanes por hablar catalán. Por eso, el día que murió Carme Junyent, decidí aparcar todo el pesimismo de una larga lista de agravios para darme cuenta de que no hacía ni tres días que Xavi Hernández le había dicho a un periodista barcelonés de un medio estatal que si quería las mismas declaraciones en castellano de lo que acababa de decir en catalán, era tan fácil como que las tradujera él mismo.
El día que murió Carme Junyent, los amigos con los que hice el vermut en el bar de mi pueblo no sabían quién era esta lingüista imprescindible, pero sabían que Miguel, el camarero nacido en Mérida que nos servía, nos atendió en catalán por el mero hecho de que siempre le hemos hablado en catalán. La tarde antes, tampoco a las jugadoras de mi equipo les habría sonado el nombre de Carme Junyent si se lo hubiera dicho, pero cuando cuatro chavales de origen magrebí nos vieron a todas vestidas con chándal rojo y me preguntaron ¿Qué hacéis, dónde vas, tenéis partido?, mis jugadoras entendieron por qué me respondían en catalán después de que yo les dijera que estábamos en el polideportivo municipal haciendo el stage de pretemporada. Seguramente el entrenador madrileño del Girona FC tampoco nunca llegó a saber quién era Junyent, pero el día que ella murió, Míchel se expresó de nuevo perfectamente en catalán para analizar la victoria ante Las Palmas en la rueda de prensa, en realidad poniendo en práctica lo que Carme Junyent no se cansó de recordarnos: que las lenguas mueren solo si sus hablantes dejan de hablarlas y que, por muy negro que lo veamos, el futuro del catalán depende únicamente de nosotros y de una fuerza de voluntad, sobre todo, que nunca puede morir. Como el mensaje de Carme.