Los cráneos privilegiados de la administración catalana, así como el común de los mortales de la tribu, vive con una mezcla de frenesí y de terror el hecho de haber descubierto que si a la juventud le chapas los bares —y más todavía después de haberles tenido añito y medio recluidos en casa—, a los críos les gusta invadir las plazas del país para pimplar hasta la madrugada. Después de reuniones inacabables, los expertos del Procicat (con aportaciones al más alto nivel del Idescat e incluso del Neucat), han llegado a la sapientísima conclusión según la cual el fenómeno todavía es más alarmante durante las fiestas mayores. Vaya, que si promueves que las masas llenen las calles —imaginemos que en Gracia, en Sants o a Matajudaica— lo más probable es que la chiquillería no se marche ordenadamente a su casa a medianoche, sino que se afane por seguir ejerciendo en el arte de emborracharse, persistiendo en la maligna condición de okupas en la plaza.
Los catalanes somos una gente extremadamente ordenada, autoproclamados habitantes de la Dinamarca del sur, y fijaos si el fenómeno etológico de la juventud cardándose Xibecas en la calle nos ha cogido por sorpresa que, puestos a no tener la llave de su enigma, no nos aclaramos ni con la palabra que define el desenfreno. Los zentennials se apropian de la lengua del enemigo y dicen botellón, la gente de comarcas continúa con la lengua impertérrita y se refiere a ello con el "buidar el got" [vaciar el vaso] o el "mamar" de toda la vida, y los barceloneses ahora le decimos botelló (una palabra bastante inadecuada, pues maese Alcover lo define como una bota pequeña, especialmente urdida para el vino) cuando le tendríamos que decir "botellot." Más allá de la palabra, la noticia es que haya noticia: el país vive una de sus histerias estacionales que, además, cuando se refiere a los jóvenes y adolescentes, siempre gana un poco de tufo de horripilante paternalismo.
Si se quiere evitar la práctica del botellón, sería mucho más efectivo mantener los locales abiertos con las medidas de seguridad extra que haga falta, así como ayudarlos a aumentar las plazas que destinan al servicio de terrazas, que verter a sus usuarios en la calle
Los restauradores y los sufridísimos baristas del país (muchos de los cuales hacen santamente desoyendo las normas del Govern y cerrando a medianoche con la clientela dentro de su establecimiento) llevan meses recordando que, si se quiere evitar la práctica del botellón, sería mucho más efectivo mantener los locales abiertos con las medidas de seguridad extra que haga falta, así como ayudarlos a aumentar las plazas que destinan al servicio de terrazas, que verter a sus usuarios en la calle. No hay que ser un genio para ver como nuestros hostaleros tienen toda la razón del mundo; siempre será mejor (¡y más seguro!) que la juventud o el mismo Espíritu Santo beba en un local donde la bebida que se sirve sea regulada que abandonarlo a la cerveza del paqui y el contacto masificado al aire libre. Pero la administración, lejos de escuchar a la gente que se dedica, ejercita la sordera y hace el ridículo enviando a la pasma para disgregar a los jóvenes.
El cinismo de un Govern que permite las fiestas mayores y después se exclama como una misera del hecho que la gente se acumule en la calle es una cosa mayúscula incluso para este país, con unos líderes de doble y triple moral. Poco les debe preocupar que en ciudades como Barcelona se haya alertado de un posible cierre de casi el 40% de locales de ocio nocturno, con el impacto que eso comporta no sólo en la economía, sino sobre todo en la cultura de la ciudad. Aquí en la capital somos especialistas en llorar cuando aquello que los cursis llaman "locales emblemáticos" cierran, pero somos absolutamente indiferentes a que las administraciones los masacren con medidas arbitrarias o que no les dejen hacer su trabajo como Dios manda. ¿Se quieren evitar los botellones en la calle? Pues ayudad a los baristas de la ciudad y dejad de multarles para poner mesas y sillas extra en sus terrazas, por improvisadas que sean.
Dicho esto, que es de un nivel de parvulario, recomiendo a todos los padres de la tribu que viven con preocupación la deriva asilvestrada de los chavales que hagan algo bien sencillo: enseñarlos a beber como Dios manda. No hay nada mejor para evitar una práctica tan sórdida y poco elegante como birrear al aire libre que licenciarse en el arte de degustar un buen Old Fashioned o un Dry Martini en el Ascensor, el bar Ideal, el Stravinsky o el Belvedere. Se lo recomienda un alcohólico en excedencia que se doctoró y ahora vive en la tristeza de la tónica y del vichy. Cuando se ha bebido alcohol en condiciones, y más todavía si está en la sombra de la conversación de uno de nuestros doctísimos barman, eso de salir a la calle a ingerir entre la turba le parece la cosa más espantosa del mundo. Créanme, que de esto sé mucho, quizás demasiado.