Todas las profesiones tienen su punto o momento de exasperación, ese en el que nos da la sensación de que ya no podemos más, o de que no se acierta en la manera de conseguir los objetivos propuestos, ya sea porque faltan fuerzas, ya sea porque no se entiende o vislumbra el camino para lograrlo. De tanto en tanto, me ha provocado envidia algún científico en trance de descubrir o inventar algo esencial para el progreso de la humanidad (a hombros de gigantes, vamos, sí, los necesarios pigmeos) o un artista especialmente inspirado para decir, cantar, dibujar o hacer ese tipo de cosas que una gran mayoría tenemos en el espíritu y no sabemos cómo expresar. Pero en nada niega eso que la mayor parte de mi vida me he sentido muy afortunada de dedicarme a la docencia universitaria. Principio y fin de toda mi aspiración profesional por más (o gracias a) que haya ido siempre de la mano de otras mil ocupaciones. Es el centro de gravedad de mi trabajo, fruto de mil no-casualidades, en la UIC, desde hace tanto tiempo como su propio tiempo, acompañando sus errores, beneficiándome de sus aciertos, como un trozo más de mí.

Podría decir que la razón de esa alegría del docente vocacional es comprobar cómo de entre los mil mensajes lanzados a los estudiantes en las clases, de vez en cuando hay alguno que, como la buena semilla de la parábola, crece en tierra fértil. Pero habría una enorme soberbia en ese pensamiento, y quiero intentar evitarla. Porque en realidad en las aulas universitarias he aprendido más de lo que he enseñado. En una curiosa expresión de la dialéctica de Hegel, amo y esclavo, maestro y alumno intercambian papeles, y en mi caso, al menos, el debe es mayor que el haber, la gratitud por recibir mucho mayor que la satisfacción por lo que haya podido dar. Siempre he estado, estoy, estaré en deuda.

Gracias, Àlex, porque la lección más importante de este curso la diste tú. No está en el manual, pero te aseguro que se queda archivada en mi alma.

Porque en las clases he aprendido a intuir que infinidad de historias personales han condicionado las capacidades o la voluntad de los estudiantes, quedando reflejadas en su particular curriculum vitae: una enfermedad, un bajón de defensas, un golpe emocional por cualquier causa, un accidente o la pandemia, son circunstancias fortuitas que se convierten en piedras del destino individual y, por qué no, también del colectivo. ¡Cuántas veces los historiadores han analizado el papel que cierta anomalía psicológica o indisposición personal, más o menos transitoria, de un personaje relevante han tenido lugar en el curso de acontecimientos trascendentales! ¿Qué parte de nuestra voluntad está determinada por el trabajo virtuoso que realicemos sobre nuestras tendencias? ¿Por qué para unos es más fácil que para otros desembarazarse de los vicios? ¿Es la mano de Dios, cuya voluntad no acabamos de entender? ¿Es nuestra falta de fe en lo que somos capaces de hacer o vencer? ¿El coeficiente intelectual viene tan dado como la diligencia o la pereza? Sí, existe la virtud como partícula divina sobre la que hacer gravitar nuestra esperanza, pero en muchos casos se encuentra sepultada entre diversos avatares y somos demasiado pequeños para entender por qué para algunos es más fácil que para otros conseguir que brille. Seguro que al final del camino, mirando atrás, si hemos crecido, se entiende todo. Si hemos crecido. Y ¿de qué depende?

En las clases de este año he aprendido el alcance de todo eso, como en cursos anteriores, cada uno con su particular trazo o paisaje. Pero en este que ya acaba he podido añadir otro matiz. He visto, en más de una ocasión, vencer con esfuerzo y voluntad las dificultades de partida, las carencias que cada uno trae de fábrica, todos igual de amados por Dios, pero no todos igual de amables por sus hermanos. Pero este año he visto además desde la primera fila en qué consiste el verdadero liderazgo. Un ejemplo asombroso.  El de él, maestro.

Él, que partió de bajo cero. En una clase desnortada, con compañeros que no merecían tal nombre, con crueldades que parecerían extrañas entre gente civilizada, pero que en realidad se producen más a menudo en ese contexto (¿o no fue la refinada Alemania de Weimar la que alumbró aberraciones?) Sufrió desprecios, agravios, ultrajes, correteando en más de una ocasión los autores de esas acciones sobre la frontera entre lo legal y lo ilegal, pero habiéndola traspasado sin duda en el ámbito de lo moral. Ese tiempo de desasosiego social acabó bien, no es un spoiler, reconducida la situación, reaprendidas las maneras y los valores por parte de los hasta entonces perdidos (vayan a saber por qué, también, su circunstancia…), reconstituida la esencia de una clase que ha de ser ágora… Y quien fue víctima se convirtió en líder, probablemente porque ya lo era de su propia vida. Y lo eligieron delegado y tuvo ocasión de hablar de gratitud en su discurso de graduación. Agradecía por todo y por todos, con la autenticidad que solo tienen los humildes, pero en particular agradecía a quienes ya no están aquí para vernos materialmente, pero que nos miran desde ese otro lugar donde pueden además cubrirnos con el manto ubicuo de su protección. Él ya había sufrido también lo que precedió a la ausencia, porque su padre se iba mientras él estudiaba, pero no se fue de golpe, ni plácidamente, sino con dolor, ese dolor del amado que llena de dolor al que ama, pero que le da también la oportunidad de hacer de ese amor hechos cotidianos tangibles. Y él se multiplicó, y las clases y las curas se entrelazaron en su vida a golpe de coche y carretera. Y no podré dejar de preguntarme por qué Dios lo amó y lo elevó desde la desesperación y el desconcierto hasta ese lugar en el que le escuchamos decir "gracias"... ¿quizás fue por eso? ¿Para eso?

No lo sé, pero ahora que ya todo es ayer, yo también quiero decirte "gracias". Gracias, Alex, porque la lección más importante de este curso la diste tú. No está en el manual, pero te aseguro que se queda archivada en mi alma. Y si puedo, como ahora, haré muchas fotocopias para repartir entre quienes quieran aprender, como yo ahora. Ya lo dije, nada se parece a esto de ser docente.