Desde que el espíritu de la Transición se convirtió en un mero espectro del Túnel de la Bruja, hemos pasado de un incipiente Estado del bienestar a un Estado del malestar que culmina ahora en un mal Estado. No es un juego de palabras: es la constatación de una realidad. El actual mal Estado no puede suministrar las necesidades mínimas de sus ciudadanos (la mitad de los parados no perciben ayuda alguna), el paro llega al 50% de los jóvenes y los preparados tienen que salir fuera, nadie sabe si se pagarán las pensiones, los recursos se destinan a subvencionar y fortalecer los oligopolios: sector financiero, sector energético, sector de la obra pública, en general el sector que depende de las contrataciones oficiales y de los negocios de tarifa publicada en el BOE. En resumen, el mal Estado es la realización de lo que podríamos denominar el palco del Bernabéu, que sí que es una sólida realidad.
Encima, institucionalmente, la Transición es más espectral que nunca. Por una parte, la Fiscalía es un lío, en parte porque no sirve –aunque parezca mentira- a los intereses del Gobierno del PP al no haber disminuido la lucha contra la corrupción. La purga hacia los fiscales es consecuencia del hecho de que, al margen de su propia y personal ideología política, el Gobierno cree que no se ha actuado diligentemente para defenderlo (a ellos y a su partido) y que no han parado de propiciar causas anticorrupción. El nuevo fiscal general pretende un cambio de rumbo. Los fiscales pueden pasar de afinadores a afinados: es lo que tiene la obediencia mal entendida. Como guarnición: declaraciones de fiscales fumadoras desaconsejadas por sus superiores -censuradas públicamente por otros compañeros- y tensiones al imputar a presuntos corruptos. Eso sin dejar de ver como el fiscal Horrach, en vez de encerrarse en su despacho estudiando qué medidas cautelares pedirá contra Torres y Urdangarin, después de una sentencia que fue espectacularmente contraria a sus, por lo que se ve, poco fundamentadas tesis, ha empezado una ronda por los medios de comunicación deshojando la margarita de las medidas cautelares posibles. Edificante.
¿Por otra parte, la cúpula policial de seguridad española, cesada y en activo –pero como dice el aforismo, los espías no se jubilan nunca-, Eugenio Pino, José Villarejo y cia declaran y declaran en los juzgados contra sí mismos y contra otros, desdiciéndose y amagando con tirar de la manta (¿de cuál?). Un día sí y otro también aparecen informes policiales o USB, limpiando cajones (¿desde cuándo no hacía jornada de limpieza la Policía?). Edificante, también.
Con el sistema de instrucción pensado para los ladrones de gallinas del siglo XIX no vamos a ningún sitio; y encima con restricciones en la duración de la investigación judicial
Además, unos procesos por corrupción que no se acaban de rematar. Ya sea porque las instrucciones no son lo bastante sólidas, ya sea porque las acusaciones, públicas y privadas, digamos que no aciertan con el tono a la hora de aflorar pruebas de cargo contundentes. Hay y habrá condenas, pero me temo que en la línea del caso Nóos –dejando de lado la absolución cantada de la infanta Cristina ante una acusación delirante. Con el sistema de instrucción pensado para los ladrones de gallinas del siglo XIX no vamos a ningún sitio, y encima con restricciones en la duración de la investigación judicial, sin haber puesto ni un solo medio más en la Administración de Justicia. De casual, nada.
Con una recuperación económica que no llega a la gente, con más precariedad, lo que genera más desigualdad, poco optimismo se puede crear. Ni siquiera los datos macroeconómicos son buenos: más paro general, más paro juvenil, pero menos PIB que en 2007, año bisagra de la crisis.
Parecía, por otra parte, que hacer oposición con mayoría absoluta, y más con el africanismo político mesetario, era un trabajo pesado. Todo, en consecuencia, son ventajas para el Gobierno. Y, mira por dónde, gobernar en minoría está resultando más plácido de lo que parecía. En realidad, el Gobierno hace prácticamente todo lo que quiere sin despeinarse. Al africanismo le corresponde la incompetencia. E incompetencia es suicidarse quien se considera a sí mismo principal partido de la oposición, en vivo y en directo, gracias, en parte, a fuego amigo mediático. Incompetencia es que la llamada nueva política continúe con las formas de la vieja: discutiendo sobre cargos y personas y no sobre ideas ni estrategias dignas de tal nombre. Incompetencia es vanagloriarse de ser el gran regenerador que ha sometido al Gobierno a un férreo control ético y dejarle pasar, sin embargo, todas las fechorías con tan solo leves muecas de circunstancias; al fin y al cabo, no hacer más que el papelón.
Todo ello esconde lo que la llamada crisis catalana manifiesta: la incapacidad del Estado para afrontar lo que no sea dejarse llevar por la corriente. Se podría decir que la crisis ha debilitado al Estado, y que éste es el motivo de no poder plantar cara a ninguna crisis y menos todavía al desafío mayor que ha tenido la España contemporánea. ¿O es al revés? El Estado español padece esta retahíla de crisis que afectan a su línea de flotación debido a su debilidad institucional, a su desestructuración de fondo.
Una vez descartado utilizar la fuerza contra Catalunya –el bombardeo de Barcelona cada 50 años que aconsejaba Espartero- la Brigada Aranzadi resuelve ya poca cosa
La crisis –las crisis, mejor dicho- no han debilitado nada: la debilidad viene de antes, de mucho antes, porque ninguno de los problemas eternos de España se ha resuelto nunca, sólo se arrastran más o menos maquillados. Una vez descartado utilizar la fuerza contra Catalunya –el bombardeo de Barcelona cada 50 años que aconsejaba Espartero- la Brigada Aranzadi resuelve ya poca cosa. Cuando, además, el problema político es de fondo, es como dar aspirinas para curar una septicemia generalizada. De todos modos, como hacía Cebrián el lunes pasado, no son raros los que otean una versión light à la del Duque de la Victoria.
En fin, la crisis actual es la punta del iceberg de una crisis estructural de un mal Estado. Y las soluciones, en manos de los de siempre, tendrían el resultado de siempre, si no fuera porque ahora hay encima del mostrador una ficha nueva: Catalunya. Catalunya, ella sí, ha pasado del suflé romántico a una nueva forma de encarar su destino, que una gran parte de la población cifra en la independencia. Eso sí es una ficha nueva, novísima. Ficha nada ajena al mal Estado.