Mientras Catalunya tiembla ante la amenaza de la nueva variante del virus, bautizada ómicron —pobre alfabeto griego— para conjurar el estigma de la procedencia, en este caso (sur)africana y se colapsa el sistema para obtener certificados digitales covid por la avalancha de peticiones, en las Españas velan armas para la batalla de la financiación autonómica. Con el sistema actual caducado desde hace siete años, la discusión se centrará en el criterio de población ajustada, al que se aplicarán criterios de corrección. Detrás de los tecnicismos, los intereses. La llamada España vacía puede tener muchas opciones en el reparto de los 120.000 millones de euros que hay sobre la mesa. Veámoslo.
No es menor la dimensión electoral (oculta) de la cuestión. Pedro Sánchez y Pablo Casado se jugarán la Moncloa en una quincena de provincias despobladas en las cuales se están configurando candidaturas con el patrón de Teruel existe. En una treintena de provincias hay movimientos para confluir en una candidatura única que se denominaría España Vacía en las elecciones generales previstas para el 2023. Un manojo de votos en demarcaciones sobrerepresentadas en las Cortes españolas a raíz del modelo electoral de la transición, diseñado para primar claramente el voto rural conservador (posfranquista), puede decidir quién ocupará la presidencia del Gobierno.
Visto desde aquí, la consecuencia es clara. Ahora que, desactivado el procés, se recupera a marchas forzadas la agenda autonómica, el peso de los escaños de la España vacía podría devaluar el de los votos catalanes en Madrid, y, singularmente, los del independentismo que sostiene al actual Gobierno. Un factor que, unido a la falta de unidad estratégica del independentismo en el Congreso, prisionero de la pugna inacabable entre ERC y Junts, podría debilitarlo todavía más. Los más viejos del lugar quizás recordarán aquella película de los años ochenta, El disputado voto del señor Cayo, en el que un candidato del PSOE por Burgos (Juan Luis Galiardo) y sus ayudantes, Lali (Lydia Bosch) y Rafa (Iñaki Miramón), intenta ganarse el voto del alcalde de un pueblo de tres habitantes, el señor Cayo (el inmenso Paco Rabal). El voto de un señor Cayo de Soria, o de Cuenca, podría ser más valioso en la próxima investidura del presidente del Gobierno que el de un Rufián o el de un Otegi.
Los que sueñan con dejar atrás definitivamente el luto del procés reeditando los clásicos del autonomismo y la política del peix al cove en Madrid —en los tiempos que corren, más sardina que merluza— se pueden encontrar con que el señor Cayo los deje sin el pescado y sin el cesto. A su vez, los barones de guardia del PSOE y del PP, pueden utilizar el drama de la España vacía —es decir, de la España que tanto han contribuido ellos a vaciar a beneficio político, económico y demográfico del Gran Madrid— para desactivar a los señores Cayo que les están saliendo como setas por todas partes. La operación es sencilla: solo hace falta consultar el manual del buen autonomista y señalar a Catalunya en el mapa como el lugar de donde vienen todos los males que aquejan al pobre señor Cayo. En los años noventa, los Ibarra, los Bono y los Chaves, sobresalieron en esa técnica tan autonómica de armar frentes contra la pérfida Catalunya.
El voto de un señor Cayo de Soria, o de Cuenca, podría ser más valioso en la próxima investidura del presidente del Gobierno que el de un Rufián o el de un Otegi
El president de la Generalitat, Pere Aragonès, insiste en que Catalunya prefiere más el trato bilateral con el Estado. Otra cosa es que el Estado lo acepte. Uno de los errores de siempre de los negociadores catalanes en Madrid ha sido este: fingir que eres un Estado hablando de tú a tú con el de al lado cuando en realidad eres una autonomía limitada, y fiscalmente asfixiada, como ponía de manifiesto este domingo el conseller de Economia, Jaume Giró. Antes del procés, este juego de hacer "como si" tuvo un cierto éxito. CiU, el PSC y ERC, pescaban en Madrid, como Gabriel Rufián ha pescado el catalán en Netflix, a cambio de apoyos parlamentarios al Gobierno de turno. Ganancias que les permitían mantener la ilusión del gradualismo, de la próxima estación de la plenitud nacional (y/o federal o confederal). Pero el esquema del peix al cove se acabó con el procés: una vez desenmascarado todo el mundo, el independentismo y el españolismo, las cartas del conflicto, por más que se empeñen algunos, no se podrán barajar nunca más de la misma manera. Eso sí, hay cosas que el tiempo no cambia: el gran juego vuelve a empezar y no es difícil imaginar quién pagará las fantas y los whisquies.