Dolors Feliu, la presidenta de la Assemblea Nacional Catalana, señaló, el pasado domingo, 1 de octubre, que no puede haber amnistía si no hay a la vez autodeterminación. Porque la amnistía sola, continuó, "blanquea a España" y es, por lo tanto, una "trampa". "No queremos ser un pueblo perdonado y vencido", remachó. Unos días antes, en la conmemoración del Once de Septiembre, había exigido a ERC, Junts y la CUP que declaren la independencia inmediatamente o convoquen nuevas elecciones para que otros —la "lista cívica" que ella impulsa— puedan hacerla. Mientras tanto, un sector del Consell de la República, presidido por Carles Puigdemont, reclama bloquear la investidura de Pedro Sánchez. Por si fuera poco, Clara Ponsatí reflexiona que el independentismo todavía no está en condiciones de negociar con España, añadiendo: "No hicimos el 1-O para que al cabo de seis años el resultado fuera una amnistía". Remata Sílvia Orriols, alcaldesa de Ripoll y líder del partido Aliança Catalana, invitando a declarar la independencia. Así ya no será necesaria la amnistía, argumenta, porque quedarán sin efecto "las sentencias de los tribunales españoles". Tampoco gusta la amnistía a la plataforma Alerta Solidària, próxima a la CUP: "¡No queremos más favores a España ni más engaños al independentismo!".
Son solo algunas muestras del movimiento contrario a la amnistía y al pacto del independentismo con Pedro Sánchez. Se trata de un independentismo heterogéneo, pero con un rasgo en común: su radicalidad lo sitúa más allá de Junts e incluso de la CUP. Es en este territorio donde habitaría el que se ha bautizado como el "cuarto espacio independentista", un cuarto espacio que, de momento, no se ha articulado como partido, como oferta electoral concreta, pero que podría perfectamente hacerlo, en especial si se llega a un acuerdo para investir a Sánchez.
Los que reclaman declarar la independencia hoy mismo son una familia más de la gran familia terraplanista
Podemos llamarlo "cuarto espacio independentista" o podríamos llamarlo también terraplanismo independentista. El terraplanismo, con orígenes en el siglo XIX, resurgió en pleno siglo XX. En su base se trata de mantener una creencia —la Tierra es plana—, a pesar de que todas las evidencias científicas hayan demostrado, una y otra vez, su falsedad. Es más, a menudo, cuanto más se les trata de conducir hacia el terreno de la lógica, más perseveran los terraplanistas, más se atrincheran, en su idea absurda. El mismo fenómeno se manifiesta con relación a la presencia del hombre a la Luna (hay quien dice que el hombre nunca ha llegado allí) o, como hemos visto recientemente y aún vemos, con relación a las vacunas. Este tipo de gente, empeñada en creer en sandeces, suelen completar y reforzar su relato aludiendo a oscuras conspiraciones, conspiraciones responsables de que todo el mundo esté completamente engañados menos ellos.
Los que reclaman declarar la independencia hoy mismo —porque solo es cuestión de quererlo— son una familia más de la gran familia terraplanista. Simplemente, porque creen con toda su alma en algo que se contradice con los hechos y choca con la situación real. Militan en el bando contrario a Keynes. En su caso, cuando las circunstancias cambian, ellos no cambian sus opiniones. Las mantienen, con toda la cabezonería posible, que es mucha.
Si rechazamos el terraplanismo y asumimos la pura realidad —es decir, que para poder lograr la independencia habrá que trabajar de lo lindo y durante mucho tiempo y, finalmente, si se han hecho las cosas bien, tener suerte— nos damos cuenta de que la amnistía tiene que ser aceptada. ¿Cómo puede entender el independentista de buena fe que, pudiendo liberar a bastantes centenares de personas de someterse a la justicia española, se rechace hacerlo? ¿Alguien querría militar en un club así? Es más: nadie, ni el más salvaje y más torpe de los ejércitos, se desentiende de sus prisioneros y heridos. A los primeros, intenta rescatarlos; a los segundos, salvaguardarlos y sanarlos. En las batallas a menudo se declaraban breves treguas para recoger a aquellos que —ya fueran generales, ya fueran soldados rasos— habían quedado maltrechos, heridos, durante la contienda. Es una regla básica emparentada con el honor. Pero rechazar la amnistía no solo es un acto insolidario, incluso cruel, con relación a los compañeros de lucha. Es también, en términos prácticos, una locura. ¿Qué movimiento, sobre todo si se encuentra en horas bajas, abandonaría a su suerte a centenares de personas que han demostrado su lealtad y su compromiso con la causa de Catalunya? ¿Es de perdedores, verdad? Y también, perdón, de bobos.