El capitán del velero que surcaba el mar de China tuvo conocimiento de un mal terrible que asolaba una región de aquel vasto país. Así que nervioso compartió su desazón con la tripulación, formada por gente humilde que dormía en tumbonas y algún sabio con muchos estudios tan pagado de sí mismo que cuando se tumbaba en la cabina se encantaba delante del espejo. El literato, que pasaba por tener un ojo clínico, se apresuró a hacer un contundente dictamen que no admitía debate ni discusión posible. Como buen vigía subió por el mástil hasta la cofa y seguro de sí mismo escrutó el horizonte con suficiencia. Al volver a cubierta, mirando con desdén a aquellos hombres aglomerados, procedió a comunicar el diagnóstico de experto. Es así que hizo saber a la asustadiza tripulación que podían seguir navegando sin temor. De China no llegaría nada y si lo hacía no pasaría de un viento alevantado como tantos han visto los marineros bregados. Más que un huracán sería una brisa, les dijo a aquellos buenos hombres temerosos del cielo y Nuestro Senyor.
Pero cuando llegó aquella amenaza de Oriente lo hizo con tanta furia que se tuvieron que esforzar para llegar a puerto. Más de uno se preguntaba cómo podía ser que el experto vigía hubiera errado tanto en su predicción, dejando el barco a merced de un temporal devastador. Y a su tripulación, que siguió navegando desprevenida, desvalida y desprotegida ante el peligro que se acercaba. Tuvieron una cantidad de trabajo para llegar a puerto y salvar la vida.
Aun así nadie quiso hacer sangre de tanta incompetencia, aquel era un barco mercante, no uno de piratas que antes de llegar a puerto habrían cantado los responsos al vigía, azotado y tirado por la borda para alimentar a los tiburones.
Innumerables velas se encendieron a la virgen del Carmen para acompañar a todos los que murieron mientras la tripulación que sobrevivió asumía resignadamente el confinamiento en tierra, observando aquella dantesca tormenta que más bien parecía un seísmo.
El vigía siguió haciendo lo que creía, era de buena familia, pontificando a diestro y siniestro sobre aquel mal y siempre sentenciando sobre cómo había que afrontar aquella devastación que no cesaba. Tan seguro estaba de sí mismo que todavía sumó galones en la casaca con entrada al palacio para indicar el rumbo a seguir. Y como que aquello de vigía parecía poco para tantos humos y ambición, pronto quiso pretender ser el timonel.
En el palacio no acertó ni una abriéndose a codazos mientras exigía que ante su mirada tocaran las trompetas. Al final, también allí se cansaron y lo invitaron a volver a su torre de marfil a hacer de vigía.
Herido en su orgullo se largó y se recluyó tras una cortina de seda incubando su resentimiento, esperando que la tormenta hiciera estragos. Y de repente, cuando las olas volvieron a azotar la costa, cuando la tormenta infernal que no había visto venir volvía a hacer estragos, vio la oportunidad para sacar la cabeza y fuego por los ojos arremetiendo contra el timonel, que no le llegaba a la suela de los zapatos y que se había atrevido a escuchar a otros vigías y no a él que sabía más que nadie. Y cuando los mismos que habían sido comprensivos con su nefasta predicción y su conjunto de ocurrencias osaron rebatirlo se hizo el ofendido. Pero quiénes se habían creído que eran aquellos patanes para decirle nada a él, que todo lo sabe. Todos juntos no le llegaban a la suela del zapato, pensaba nuestro arrogante vigia comehigos, de piel fina y acaudalados padrinos, soñando alzar el vuelo mayestático, para hacer oír su mando estridente, a ojos de todo el mundo, desde la atalaya de los escogidos.