Finalmente, el 12 de mayo se celebrarán las elecciones autonómicas. Un poco tarde para mi gusto, porque el actual gobierno estaba herido de muerte desde el día en que Junts decidió abandonarlo, en octubre de 2022, debido a discrepancias con el actual titular de la presidencia. Se han perdido casi dos años, durante los cuales Esquerra solo ha querido consolidarse como partido dominante. No estoy muy seguro de que lo haya logrado. Si lo miramos desde el lado de las izquierdas, con las que les gusta medirse, es evidente que el PSC se ha recuperado gracias al declive de Ciudadanos y, en las últimas elecciones, con un margen estrecho, pero real, logró una recuperación meteórica. Del 13,88 % (602.969 votos y 17 diputados) y quedar en cuarta posición en 2017, por debajo de Ciudadanos, Junts y Esquerra, en ese orden, pasó en 2021 a la primera posición con un 23,04 % (652.858 y 33 diputados). En las últimas elecciones generales, el PSC incluso amplió aún más las diferencias con Esquerra: 34,49 % (1.213.006 votos y 19 diputados) frente al 13,16 % (462.883 votos y 7 diputados) de los republicanos. En esas elecciones, incluso los comunes quedaron por encima de los de Junqueras, con unos treinta mil votos de diferencia a favor de los de Yolanda Díaz.
Si quieres llegar a ser la izquierda nacional de verdad, algo así no te puede ocurrir. Además, resulta que, desde una perspectiva de la izquierda nacional, Esquerra tiene otro problema y es que debe competir con la CUP y con una parte del electorado de Junts, claramente de centroizquierda. Es decir, que Esquerra no lo tiene nada fácil para lograr los objetivos que se propone para el 12 de mayo. Este estado de cosas ya los llevó a perder las alcaldías de Tarragona y Lleida, y por eso los comunes les arrebataron la alcaldía de Barcelona en 2019 con el apoyo del españolismo más rancio. Como saben todos los que se dedican a los estudios demoscópicos, un sector muy amplio de los votantes de las izquierdas en Cataluña es unionista, aunque lo sea en la versión federal. No conozco a ningún federalista que quiera separarse de España. Eso es tan así, que la “contaminación” federalista incluso afecta a un núcleo cada vez más numeroso de militantes de Esquerra. Por no hablar de Tardà y Rufián, en el último gobierno Aragonès, de los catorce consejeros y consejeras, al menos cinco se declaraban no independentistas. Todo un récord para un gobierno que se suponía que tenía como objetivo continuar el espíritu del 1-O con otros métodos.
Si a Esquerra le cuesta hacerse un hueco entre las izquierdas, a pesar del espejismo de superioridad de los últimos tres años de presidencia de Pere Aragonès, desde un punto de vista nacional, la competencia es todavía mayor y sangrante. La CUP siempre ha perjudicado a Esquerra y a Junts, porque ha recibido votos de personas que en absoluto eran de izquierdas, pero que la votaban porque les parecía, al menos hasta ahora, que era la opción más coherente e intransigente. Quizás este tipo de gente que solo votaba a la CUP por la radicalidad de la propuesta independentista, por estrafalaria que fuera, y una vez descartada la Lista Cívica de la ANC, encontrarán en los radicales de la derecha del tándem Ponsatí-Graupera y de la derecha antiinmigración de Sílvia Orriols el refugio que antes no tenían. Un refugio inútil, grandilocuente y mesiánico, muy parecido al nacionalismo temerario del consejero Josep Dencàs del 6 de octubre de 1934. En una turbulenta sesión del pleno del Parlamento de Cataluña, celebrada el 5 de mayo de 1936, el presidente Companys, amnistiado en febrero de ese año, reprochó a Dencàs, precisamente, esa temeridad y se inculpó por haber escuchado los cantos de sirena de su radicalismo. El 1-O estuvo tocado del mismo mal. Por el momento, los de la CUP están yendo al psicólogo y no se sabe cuándo terminarán el tratamiento. El espacio de las dos nuevas derechas no es un campo donde puedan labrar ni Esquerra ni Junts, si quieren ser creíbles. Los presuntos votantes de los nuevos radicales ya han colocado a los dos partidos del 1-O en la casilla de la renuncia nacional e ideológica. Competir con ellos es inútil. Cuando alguien solo es un “optimista de la voluntad”, eso es malo.
Esquerra ya ha demostrado no saber qué hacer ante las crisis de vivienda, educación, agricultura, infraestructuras, prisiones o la sequía
Así pues, el electorado al que quiere seducir Esquerra es el de Junts, que identifica con los antiguos convergentes. Sospecho que aprovechar el no a los presupuestos de los comunes y convocar elecciones es fruto de la confabulación entre Esquerra y el PSOE, futuros aliados en un tripartito presidido por Illa, si Junts no lo remedia. Todos creen sacar provecho del avance electoral. Esquerra no podía oponerse al proyecto lúdico y turístico del Hard Rock, dado que los votantes de Junts, que es el caladero donde quieren pescar votos los republicanos, lo respaldan, aunque no unánimemente. Junts sigue siendo un partido catch-all, ideológicamente hablando, y más debería serlo si quiere convertirse en el primer partido de Cataluña. El equilibrio no es fácil, pero la única fórmula para llegar a serlo es persistir en ser el partido nacional independentista de verdad, sin ningún otro aditivo que la defensa de la nación y del estado del bienestar. Esquerra ya ha demostrado no saber qué hacer ante las crisis de vivienda, educación, agricultura, infraestructuras, prisiones o la sequía. Si los republicanos no han copiado al consejero de ICV Francesc Baltasar, que en 2008 se encomendó a la Moreneta por el episodio de sequía de entonces, es porque al conseller Mascort no le va el rollo, aunque en Esquerra los comulgantes abunden.
Esquerra ha calculado al milímetro la fecha de las elecciones para evitar que la aprobación de la amnistía, si el trámite transcurre como debería, facilite el retorno de Carles Puigdemont, el hombre de moda entre los independentistas centrados, y compita codo a codo con Pere Aragonès. Hubieran preferido obligarle a elegir entre ser candidato a la Generalitat o bien candidato al Parlamento Europeo, pero sería la primera vez que coincidirían unas elecciones catalanas con otra elección. Si ya está muy extendida la sensación de que la Generalitat ha perdido la carga simbólica nacional, de representación del autogobierno, que tenía, aunque fuera falso, con las presidencias de Tarradellas, Pujol y Maragall (con Montilla se inició el declive), la estratagema de la doble convocatoria electoral era arriesgada. Además, daba la posibilidad de elegir a Puigdemont, quien seguramente ya estaría libre de cualquier carga judicial. Es fácil prever que el dirigente de un partido nacional independentista elegirá presentarse a las elecciones para dirigir su país antes que convertirse en eurodiputado. Este es el riesgo que no puede correr Aragonès porque, dicho con todo el respeto por el actual presidente, entre él y el presidente en el exilio no hay color. El electorado independentista no es como el del PSC, que lo votan con los ojos cerrados, aunque le propongan un mueble como candidato. Para los independentistas, los liderazgos son importantes.
Estas elecciones tienen el aire que tuvieron las del 21-D de 2017, cuando Esquerra estaba convencida de que podía ganar a sus antiguos aliados en Junts pel Sí y, mira por dónde, el factor Puigdemont y las listas electorales, casi cívicas, que presentó Junts situaron la coalición de Puigdemont por delante de Esquerra con 12.372 votos más. Fue una derrota mínima, pero amarga, porque no contaban con ello, y de ahí el sacramental del 30 de enero, y el veto a la investidura de Puigdemont, impuesto por el entonces presidente del Parlament, y actual consejero, Roger Torrent. Luego pasó lo que pasó y Junts eligió varios candidatos, que la CUP se cargó irresponsablemente, hasta que Quim Torra fue elegido presidente. Todos saben lo que pienso de esta presidencia y no voy a perderme en detalles, pero Junts perdió en esa época una ocasión de oro para reconstruir el movimiento independentista sin tanto teatro. Como diagnosticó Unamuno con mucho acierto, lo que ha matado al independentismo —el filósofo vasco se refería a los catalanes en general— ha sido siempre la estética. Dicho de otra forma y resumiéndolo con un razonamiento básico: más política y estrategia y menos pancartas y lazos amarillos.
Pero todo esto es el pasado. Ahora Junts tiene la oportunidad de retomar el camino. Esquerra no se lo pondrá fácil, porque es evidente que, más que competir con el PSC, que ya saben que no podrán superarle, necesitan hundir en la marginalidad a los de Junts. La competición no es ideológica, como nos querrán hacer creer los estrategas republicanos y los medios de comunicación afines; la competencia es política. De hecho, debería ser un escándalo la manipulación informativa de los medios públicos, que es propia del pensamiento totalitario hoy tan de moda en todo el mundo. Desafortunadamente, el trumpismo de izquierdas existe y es repugnante. Los de Junts deberían saber reaccionar y evitar asumir como propia la caricatura que algunos quieren hacer de ellos, como mera reencarnación de Convergencia. La “Lista Puigdemont” debiera ser mucho más que eso. Tiene que ser una esperanza para los independentistas de buena fe. En las elecciones municipales pasadas, Trias consiguió ganar las elecciones, en parte, por eso, porque encarnaba la alternativa al desbarajuste provocado por Colau, pero si no consiguió una mayoría suficiente para ser alcalde fue porque no supo ser el candidato del partido nacional independentista. La oportunidad vuelve a estar ahí. Dependerá de la fuerza que obtenga Junts que la Generalitat no caiga en manos de quienes hicieron posible el 155 como aliado del PP, porque de otro modo, la repetición del tripartito está garantizada, con Esquerra representando de nuevo el papel de monaguillo del PSOE en Cataluña.