Poco más de 160 millones de norteamericanos están llamados hoy a las urnas para elegir a su cuadragesimoséptimo presidente. De hecho, son 161.420.000 los ciudadanos que se han registrado para poder ejercer este derecho, unos 7 millones menos que en las elecciones de 2020, en un país que, como se sabe, obliga a sus ciudadanos a efectuar este trámite antes de poder ejercer el derecho al voto.

Es más, en torno a 75 millones de ellos ya han votado de manera anticipada, sea por correo o presencialmente. Y de hecho no serán ellos quienes elegirán a su nuevo presidente. Formalmente, quien lo escogerá será el Colegio Electoral resultante de estas elecciones, que está formado por los 538 grandes electores que representan los 50 Estados (más el Distrito de Columbia, donde está la capital, Washington) que conforman los EEUU. Se debe tener en cuenta que Puerto Rico, siendo un Estado libre asociado, no participa en el proceso de elección del presidente, aunque sí que lo pueden hacer los puertorriqueños que residen y están registrados en uno de los cincuenta Estados que conforman la Unión.

La cuestión, sin embargo, es que el resultado de los votos de estos poco más de 150 millones de personas tendrá un gran impacto mucho más allá de sus fronteras. De hecho, acabará condicionando de manera decisiva los principales retos a los que se enfrenta en estos momentos la humanidad y, por tanto, sus 8.000 millones de habitantes. Y es por eso que hoy el mundo contiene la respiración, a la espera de conocer quién será el nuevo presidente del país todavía más poderoso del mundo: Kamala Harris o Donald Trump.

Para empezar, hace falta tener en cuenta el impacto sobre el futuro de la democracia americana de una victoria de Trump, quien ya ha avisado de que quiere ser "dictador por un día" a fin de expulsar miles de funcionarios no adictos del gobierno y aplicar muchas de sus políticas más radicales e iliberales. Y todo eso contando con la aquiescencia de un Tribunal Supremo afín, que con relación al intento de golpe de Estado del 6 de enero de 2021, alentado por el mismo Trump, ya ha declarado la inmunidad casi total de un presidente en ejercicio de su cargo. Como el efecto dominó que eso podría tener en tantos otros países donde la extrema derecha y el populismo ya gobiernan, o en aquellos que anhelan copiar modelos similares en Europa y en otros continentes.

Pero es que, además, los resultados de lo que se vote hoy marcarán el futuro del conflicto en el Oriente Medio: tanto en Gaza, como en el Líbano o en Cisjordania, y por extensión en toda la región. De hecho, no solo repercutirán en la evolución de la guerra en aquellos territorios, sino que ya hace tiempo que están condicionando el conflicto directamente. ¿Cómo si no se puede entender que el primer ministro israelí, Netanyahu, haya podido ignorar —y en casos incluso contradecir— de manera reiterada y abierta las indicaciones recibidas desde la Casa Blanca? Pues precisamente por la campaña electoral americana, un proceso en el que todo el mundo sabe que Netanyahu apuesta por Trump, y también que la candidatura demócrata tampoco se puede permitir tomar decisiones que le pudieran poner en contra el importante lobby judío y la base electoral vinculada a este.

El resultado de los votos tendrá un gran impacto mucho más allá de sus fronteras, acabará condicionando de manera decisiva los principales retos a los que se enfrenta en estos momentos la humanidad

Lo mismo pasa con Ucrania. Lo bastante conocida es la proximidad personal de Trump con el presidente ruso, Vladímir Putin, y las implicaciones que para Ucrania comportaría la victoria de este, dado que es pública la política de Trump sobre la voluntad de frenar el apoyo financiero y militar al gobierno de Zelenski y obligar las dos partes a negociar la paz. Una paz que, de asumir las tesis de Trump, se vislumbra muy injusta para Ucrania y relativamente favorable a los intereses del Kremlin, con las implicaciones que eso tendría también para el equilibrio y la estabilidad en Europa en general, y muy directamente en países como Moldavia y Georgia, por citar solo dos ejemplos. De hecho, son muchos los analistas que consideran que el principal objetivo de la incursión ucraniana de este agosto en la región rusa de Kursk, donde Kyiv todavía controla algunos municipios dentro del territorio ruso, fue la de mejorar la posición de Ucrania ante unas negociaciones de paz forzadas por el retorno de Trump al poder.

Hace falta, igualmente, tener en cuenta que una victoria de Trump también pondría en jaque la actual arquitectura de defensa europea y a la misma OTAN, ya de por sí bajo una gran presión por la mencionada invasión rusa de Ucrania. De hecho, en Bruselas, tanto en las sedes de las instituciones europeas como en la de la OTAN —que también tiene su cuartel general en esta ciudad— hay una gran preocupación ante este posible escenario, dado que Trump en su mandato anterior ya amenazó con abandonar esta institución si el gasto militar de los países europeos no se incrementaba de manera sustancial. Y en un contexto como el actual, donde las noticias del frente ucraniano hace tiempo que no son buenas, eso no solamente genera gran preocupación en muchas capitales europeas y, especialmente, en Kyiv, sino que también genera esperanzas al Kremlin y a sus aliados.

Porque cuando hablamos de la OTAN también hablamos del paraguas nuclear que protege Europa ante una posible actitud agresiva por parte de Rusia más allá de Ucrania. Hace falta tener en cuenta que este mecanismo de disuasión actualmente se basa en la presencia de un importante arsenal nuclear norteamericano en territorio europeo, situado en bases militares de los EEUU en Alemania, Italia, Bélgica, Países Bajos y Turquía. ¿Y cuál sería el escenario si la política aislacionista de Trump finalmente decidiera retirar este arsenal del territorio europeo? Porque más allá de discursos altisonantes, quién más quién menos, todos sabemos que los Trident británicos y la Force de Frappe francesa (los dos mecanismos de defensa nuclear autónomos de países europeos) por sí mismos son más que insuficientes para asumir el rol que hoy en día todavía llevan a cabo los EEUU en Europa en este ámbito.

Por no hablar de la situación en el Pacífico, donde gobiernos como los de Japón o Corea del Sur temen que Trump los deje solos ante el expansionismo chino o regímenes imprevisibles como el de Corea del Norte; y también Taiwán, el epicentro de la tensión entre las dos grandes potencias mundiales (Estados Unidos y China) y el gran productor —hoy por hoy imprescindible— de los microchips que nutren como la savia la economía mundial.

Y para acabar, y no porque sea menos importante, más bien al contrario, la lucha contra el cambio climático. Hay que recordar que el último gran éxito a escala global en este ámbito fueron los Acuerdos de París de 2015. Unos acuerdos fruto de un inmenso esfuerzo diplomático liderado por Francia en aquellos momentos, pero que solo fueron posibles por un apretón de manos previo entre los líderes de los dos principales países contaminantes del mundo: Obama por EEUU y Xi Jinping por China. No sabemos si una eventual presidenta Harris será capaz de mantener el nivel de compromiso de Obama en esta temática, pero sí que sabemos a ciencia cierta lo que hará Trump. Y eso tampoco sería bueno para nadie.

En cualquiera de los casos hay que atarse bien los cinturones porque vienen curvas, de las fuertes.