“Como especie, los humanos preferimos el poder a la verdad”
Yuval Noah Harari
El fenómeno de la subjetivización de la verdad poco tiene de moderno. Los bulos, las falsedades, la propaganda para conseguir objetivos políticos, en suma, tienen un amplio recorrido en la historia de la humanidad. Sucede que el fenómeno de aprovechar las ventajas de lo digital para viralizar esa desinformación ha hecho que alcance dimensiones nunca contempladas —no es lo mismo un ataque en Twitter que unas octavillas lanzadas desde un avión—. Existe un fenómeno quizá también novedoso y es la existencia de capas de la población a las que no parece importarles no conocer la verdad o que están dispuestas a creer que esta no existe en un relativismo suicida.
En todos los momentos de crisis ha quedado demostrado que el individuo con más recursos logra mejor adaptarse y sobrevivir. En las crisis actuales esa adaptación sólo puede producirse con un sano juicio crítico que nos permite tomar decisiones basadas en hechos constatados y, por tanto, ciertos. Los consumidores de bulos sólo pueden darnos lástima, puesto que serán incapaces de tomar decisiones correctas. Ahora bien, más allá de su fracaso personal, sí debe preocuparnos, y también a los gobernantes, lo que esos errores sumados puedan afectar al devenir de una sociedad.
La verdad no es democrática, pero es la esencia de la democracia. La verdad no es democrática en el sentido de que no puede ser establecida por mayoría. Incluso si un grupo aplastantemente grande de individuos optara por considerar que la tierra es plana, ésta seguiría siendo redonda y los acontecimientos derivados de ello se seguirían produciendo igual (desde la gravedad a los viajes de circunnavegación). La verdad nunca será lo que acuerde una mayoría suficiente. Conviene no perder eso jamás de vista. El relato o la pretensión de que “podemos no estar de acuerdo con los hechos” como indica la administración Trump o que “la verdad no es la verdad” como afirmó Giulianni puede inspirar mucho a los pseudopolíticos, también ibéricos, que consideran que ese camino les abrirá las puertas del poder. Esos marxistas de Groucho que espetan sin rebozo: “¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?” (Sopa de Ganso)
La verdad, sin embargo, es la esencia de la democracia y por eso todas ellas proclaman y protegen el derecho a recibir información veraz para la configuración de una opinión pública libre. Socavar la veracidad de la información que se recibe es, por tanto, socavar el principio de la democracia en un intento deliberado de destruirla. Por eso es obvio que tal actividad debe preocupar a los líderes del mundo libre. Cuestión aparte es que para conseguir el objetivo de una opinión pública bien informada y libre no se pueda caer en prácticas abusivas o prohibidas en democracia. Como siempre, el fin no justifica los medios y de ahí el escándalo honesto y real sobre las palabras del general, que nada tiene que ver con la utilización interesada y manipulada que se ha vuelto a hacer por los de siempre del tema.
La verdad no es democrática, pero es la esencia de la democracia. La verdad no es democrática en el sentido de que no puede ser establecida por mayoría
Las falsas noticias deben ser detectadas y señaladas. No son noticias falsas sino falsas noticias. Una nota característica del concepto “noticia” es su veracidad. Desaparecida esa veracidad, nos queda el aspecto de noticia, la apariencia de tal y, por tanto, la no-noticia o la mera propaganda. Las no noticias no buscan el intelecto, sino la emocionalidad, y ese es su potencial destructivo de la democracia y de la sociedad en la que vivimos.
Otra cuestión a plantearse es la relevancia que tiene en el problema el hecho de que existan unas grandes tecnológicas cuya capacidad y poderes se encuentran ya por encima de los de los estados. Se trata de otra cuestión mollar. El sistema estaba bien diseñado y la existencia de mediadores homologados entre la verdad y los ciudadanos, los periodistas, adiestrados para contrastar, verificar y deslindar lo que es información veraz y lo que no, junto con las leyes para controlarlos, funcionaba. Esta función ha sido socavada por el gran sistema de las tecnológicas, que ha propiciado la utilización de medios de comunicación masivos sin intermediarios cualificados y también sin ninguna responsabilidad por parte de los soportes. Esa responsabilidad que siempre los estados habían hecho recaer sobre los propios medios de comunicación, obligaba a estos a una segunda tarea de verificación sobre la veracidad y honestidad de los intermediarios. Ahora las redes sociales, que no son sino empresas, muestran cómo se ha permitido elegir un modelo de negocio que prescinde de toda responsabilidad.
La verdad es un sujeto constante del estudio filosófico. Sabemos que existe una verdad lógica y una verdad ontológica. Diferenciamos entre la certeza (estado en el que la mente se adhiere a la verdad) y la evidencia (presencia de una verdad como inequívocamente clara). Sabemos que la certeza tiene gradaciones y que la duda es un estado en el que el intelecto fluctúa entre la afirmación y la negación de una proposición determinada. Tenemos la conjetura, que es la tendencia a inclinarnos por un juicio y la interrogación o duda. Por último, debemos considerar que en la esencia de la opinión está considerar que lo que se estima puede ser en realidad distinto y que tan injustificable es tener lo cierto como opinable como lo opinable por cierto. La opinión es de facto una estimación sobre lo contingente y humanamente nos vemos obligados a opinar porque lo limitado de nuestro conocimiento nos impide obtener certezas.
En fin, queridos lectores, tener criterio es saber discernir las distintas situaciones, de entre las que he enumerado, a las que se enfrenta la mente en cada caso.
Algo tan complicado que dudo que esté al alcance de la Guardia Civil. Pero podemos seguir hablando del dedo o mirar de una vez la hermosa complejidad de la luna.