En casa tenemos el caso de una persona que requiere medicación periódica. No grave, pero sí diaria. Desde que se implantó La Meva Salut, el trámite para renovar el plan de medicación se ha vuelto mucho más cómodo y digital. La cosa es que cuando hay que obtener la receta, el proceso es el siguiente: Desde un dispositivo móvil entro a la aplicación. El portal me pide una contraseña con doble verificación, es decir, yo pongo el nombre de usuario, mi palabra clave y acto seguido recibo en el móvil un PIN temporal que introduzco en la pantalla. Una vez dentro puedo escoger si entro a mi perfil o bien a los de los dos menores de edad que están a mi cargo y entonces cliqueo sobre el icono de eConsulta. Allí se me despliega un menú y escojo "consulta de medicación". Acto seguido escribo brevemente la necesidad, marco la casilla de a qué profesional va destinada la consulta (en este caso la médico) y pulso el botón de enviar. La consulta queda registrada en un panel donde está la lista de las consultas hechas los últimos meses.
Al cabo de unos días, a veces incluso solo unas horas, recibo un correo electrónico que me avisa de novedades a la carpeta personal de La Meva Salut. Allí encuentro, ya renovado, el plan de medicación que me garantizará el suministro del medicamento los próximos meses a razón de una caja cada 28 días. Este plan de medicación lo podría imprimir y llevarlo encima cuando vaya a la farmacia pero no hace falta, porque el plan queda registrado al sistema y si en la farmacia me identifico adecuadamente, no hará falta ningún comprobante más. Esta identificación también es digital. Desde hace años, cabe la posibilidad de tener descargada digitalmente la tarjeta sanitaria. Como en mi perfil hay tres usuarios (los dos menores de edad y yo), tengo un documento en mi móvil con las tres tarjetas y sus tres correspondientes códigos de barras. Cuando voy a la farmacia, quien me atiende pasa el lector de códigos sobre mi móvil y en su pantalla le aparece toda la información. A su vez, el farmacéutico busca a través de un software si tiene en stock el medicamento que busco, lo confirma, va al almacén y me lo da.
Después de pedir y recibir la receta solo por medios digitales, la magia se parte cuando el farmacéutico aparece con un cutter
Llegados a este punto hay que fijarse en que, hasta ahora, todo el proceso ha sido digital. No he tenido que ir al CAP, no me han hecho ninguna receta escrita con un bolígrafo, no he tenido que abrir ninguna cartera ni sacar ninguna tarjeta como las del CatSalut que, por cierto, se vuelven amarillas de una manera tan alarmante y poco estética que incluso contradicen el mandato de salud pública que guía este organismo. Este proceso tan digital culminará al cabo de unos segundos con el pago del medicamento que, obviamente, se hará a través de la aplicación de mi banco y que contiene una cartera virtual con la tarjeta desde donde abonaré la cantidad a pagar. Ahora bien... no todo habrá podido ser 100% contactless. En un momento determinado se romperá la cadena digital y se habrá evaporado el paraíso perfecto de Genís Roca, Jordi Sellas y compañía.
Después de pedir, recibir, introducir, ejecutar y pagar la receta solo por medios digitales, la magia se habrá partido por el medio cuando el farmacéutico... cuando el farmacéutico ha cogido la caja con delicadeza, se ha medio agachado para abrir un cajón, ha extraído un cutter y con toda la destreza, parsimonia y analogía del mundo ha extirpado una parte de la caja ya prevista para eso y ha recortado un trozo de cartoncillo que contiene un código de barras (en otros casos es un código QR). Y, tal como lo recuerdo desde mi más tierna infancia, este cartoncillo con información del medicamento ha sido depositado sobre un papel que tiene apariencia de recibo. Y para que queden vinculados papel y número de serie del medicamento, la humanidad no ha conseguido inventar, todavía ahora, ningún mejor sistema que engancharlos el uno con el otro con un trozo de cinta adhesiva que, también de manera metódica, mecánica y precisa, el farmacéutico ha recortado con proporción y empeño del rollo que tiene al lado del datáfono con qué me cobrará el producto y que juntos, celo y datáfono, dibujan un choque generacional.
Antes, cuanto más papeles tenías encima de la mesa más importante eras; ahora es justo lo contrario
Me fijo con el gesto del cartoncillo y todo ello despierta en mí un sentimiento contradictorio que incluye un punto por sorpresa de por qué en este punto del proceso de dispensa del medicamento hay este paréntesis evolutivo. Pero también lo veo con el romanticismo de la pausa en el tiempo, de la obligada desaceleración, de la paz en el ruido, del silencio solo roto por el crec-crec pero sobre todo porque la vorágine tecnológica en que vivimos tiene espacios y momentos de resistencia. Si recortar a mano el cartoncillo y tener que engancharlo con un trozo de celo en un papel es todavía necesario será porque todavía no han encontrado un sistema mejor que relacione aquella unidad concreta del medicamento con una persona determinada. Imagino que todos los papeles con los cartoncillos enganchados de todas las farmacias están acumulados en algún lugar por si alguien, algún día, necesita comprobar la trazabilidad.
Me imagino una montaña muy grande de miles de papeles con trozos de cartoncillos y recuerdo los tiempos en que el rango de importancia de un trabajador o directivo se medía en función de los papeles y carpetas que tenía encima de la mesa, dentro de los cajones, o bien guardados en armarios que cuando se abrían amenazaban con avalancha. Cuántos más papeles y más escondida quedaba la persona tras los papeles, más importante era. Ahora es justo lo contrario: cuanto más limpia está la mesa, más ejecutivo eres. Lo ideal es que haya solo una pantalla, un teclado y, eso sí, muchos gadgets de última generación: ratón ergonómico, auriculares sin cable y pantalla táctil, cosa que te permite pasar con el dedo las diapositivas del quinto proyecto que presentarás esta mañana a otras personas que te están mirando telemáticamente desde otra mesa donde también solo hay un ordenador.
Quiero pensar que pausa viene de paz y el pensamiento es tan mágico que no quiero que la etimología me desmienta
Pero incluso así, en esta mesa tan moderna seguramente habrá una taza de café, que también te conecte con un momento de tranquilidad necesario para beber y no engullir, para respirar y no hiperventilar, en definitiva, para vivir y no sobrevivir. Igual que el cartoncillo, el café tampoco ha encontrado a ningún sustituto tecnológico y por eso nos lo tomamos como hacían nuestros abuelos y padres, con taza, haciendo falta y trago a trago. Lo mismo pasa con los libros. No hay dispositivo electrónico que pueda suplir el placer, el aroma y el descanso que tiene el simple gesto de pasar página tras página en busca de nuevas aventuras, datos, pensamientos o historias de vida, como las que nos regala Marta Vives en Tens la força de les coses. (Ya sé que ahora viene Sant Jordi y que se editan tantos libros que permitirían acabar de ayudar al agua a tapar el campanario del pantano de Sau, pero este y La memòria dels catalans de Borja de Riquer os encantarán).
El cartoncillo, el café y los libros son, en definitiva, aquellos reductos de tranquilidad que la prisa tecnológica todavía no ha ocupado y, curiosamente, todos tienen en común que su existencia comporta un momento impuesto de paz. Llegados aquí, me gusta creer que pausa viene de paz y el pensamiento es tan mágico que ni siquiera voy a comprobarlo, no fuera que la etimología me desmintiera y se me rompiera este idilio semántico. Miro el plan de medicación, veo que caduca de seis meses en seis meses y pienso en qué semestre me encontraré con que algún desalmado ya se habrá inventado un sistema que jubile el cartoncillo y con él un trocito de paz, de humanidad y de vida.