Incluso el silencio tiene historia. De hecho, si hacemos caso de algunos libros de historia, no hay nada que tenga más pasado que el silencio. Antes que nada existiera, solo había silencio. Del silencio vendría todo el resto, hasta llegar a la palabra, donde también vive. El silencio tiene historia, tal como nos ha recordado Alain Corbin en su magistral libro “Historia del silencio”. Un libro con páginas donde hay silencios que quizás nunca más volveremos a escuchar.
Durante mucho tiempo, el silencio fue un estado, una forma de sentir, otra manera de vivir la realidad. Para los antiguos fue virtud, signo de serenidad y sosiego, y rasgo propio de los sabios. Para los cristianos, según indicó Santa Teresa de Ávila, era la manera en que Dios hablaba y el fiel escuchaba las verdades mudas con el oído del alma. Para los románticos del XIX, silencio y amor iban de la mano, porque el silencio besaba y tocaba más que las caricias. Y en la contemporaneidad, el silencio se convirtió en una forma de evasión, un modo de supervivencia, una vía para intentar escapar de la propia modernidad.
Hablar hoy del silencio es más necesario que nunca, porque es un bien escaso, en medio de ruidos continuos y abrumadores. No es que antes no hubiera ruido, porque siempre ha habido bullas y follón en las calles, en los talleres, en las tiendas, en las fábricas o en los mercados. Y desde la revolución industrial el ruido de las máquinas es parte de nuestro paisaje sonoro habitual. El problema es que el silencio ahora ha desaparecido o se ha vuelto muy difícil de conseguir.
Todo parece estar lleno de ruido. En la política hay mucho ruido (demasiado), la información es básicamente ruido, la publicidad con que se nos quiere idiotizar es más ruido, al ocio hay mayoritariamente ruido, el turismo de masas aporta todavía más ruido, nuestras ciudades son febrilmente ruidosas, en nuestra vida acostumbra a haber ruidos colaterales que creemos que nos hacen compañía, y parece que no podemos pasar sin hilos musicales o auriculares… Tan escaso es el silencio que incluso hay ofertas para experimentarlo: spas relajantes, vagones de tren insonorizados, aparatos silenciosos, barrios tranquilos, retiros en silencio, etc. Parece que para conseguir silencio fuera del medio urbano haya que pagar.
El silencio nos tiene que ser antídoto contra la dispersión y la distracción, y aliado de la quietud y del sosiego
Pero el silencio, que parece estar en vías de extinción en nuestra vida diaria, hay que promoverlo y preservarlo. Hay que enseñar a estar en silencio, porque no hemos aprendido o lo hemos olvidado. Aunque, demasiado a menudo, parece que no queremos estar en silencio, porque nos acobarda, porque nos obliga a meditar sobre el yo y sobre el nosotros. Nos da miedo, porque hemos decidido asociar el silencio a la soledad, y mira que son realidades bien diferentes. El silencio es voluntario y deseado, y a veces la soledad es forzada y no deseada. De hecho, nos gusta demasiado ser vistos y escuchados, tanto en el mundo analógico como en el virtual. Y dado que todo el mundo está más o menos igual, creemos que el factor para diferenciarnos consiste en gritar más. Hablamos y tecleamos mucho, pero escuchamos poco y estamos a menudo distraídos. Escuchamos poco a los demás, pero también a nosotros mismos, si bien devorados por el narcisismo y el hedonismo, hablamos constantemente de nuestro yo, aunque lo escuchamos pocas veces con atención y sosegadamente. Quizás si lo hiciéramos más regularmente y a fondo, no nos vanagloriaríamos tanto. O quizás nos amaríamos de una forma más sana, más adulta, más honesta y menos superficial, y creo que nos iría bien. Quizás el silencio nos ayudaría a luchar contra el egocentrismo, el amor propio o el yo preponderante, llamadle cómo queráis.
También hay una confusión querida entre estar en silencio y callar, pero en este sentido lo necesario es saber cuándo y cómo decir las cosas, y decirlas solo cuando valga la pena romper el silencio. Guardar silencio significa abrir los sentidos, y así poder comprobar que muchas cosas a nuestro alrededor hablan o tienen algo que decir. De hecho, el mundo nos revela sus secretos con sordina, he ahí su magia y su misterio. Hace falta que hablemos más, del silencio, y que lo practicamos más a menudo. Desde los tiempos antiguos a nuestros días, de ejercitarlo se han beneficiado filósofos y músicos, médicos y pintores, monjes y poetas, y todos aquellos que han querido sentirse libres, apartándose de los ruidos ambientes, de los ruidos debidos a pulsiones humanas o maquinales incontroladas.
El silencio nos tiene que ser antídoto contra la dispersión y la distracción, y aliado de la quietud y del sosiego, de la escucha atenta y de la concentración. Pocas veces nos arrepentiremos de haber guardado silencio, pero algunas más de haber hecho el contrario. Busquemos el silencio, en nuestro interior y a nuestro alrededor, y en el espacio público, exijámoslo. El derecho al silencio debería ser protegido.