Podría referirme a una gran novela de Jane Austen o, en su defecto, a alguna de las versiones en película que he visto; también me podría referir a alguna persona conocida o, incluso, y aunque eso estropee las referencias, a un colchón; pero de quien hablo es de Emma Vilarasau.
Quizás ya lo sabía de antes, pero sí que tengo claro que cuando la vi en el Teatre Nacional de Catalunya, hace más de 10 años, haciendo de hija de la gran Anna Lizaran en Agost, ya pensé y dije que la obra era suya; aunque todos, especialmente todas, lo hacían magníficamente.
La Casa en Flames no es solo una gran película por todos los premios que se ha llevado, ni tampoco por el éxito de taquilla, sino porque explica una verdad universal, que aprecio mucho más porque está bien hecha y en catalán y porque sé que envejecerá bien. No es, sin embargo, una realidad de clase social, aunque la clase la colorea muy bien, solo es el papel de celofán que envuelve una realidad de género descarnada que no tiene clase, ni tiempo, ni espacio o, cuando menos, ni solo una clase, ni una generación, ni tampoco solo Catalunya.
A nosotros el derecho a existir no nos lo da el nacimiento, como a los hombres, nos lo da ser útil a los otros, ayudar, dar apoyo, sostener a todo el mundo que nos rodea y marcharse sin hacer ruido ni molestar
De hecho, habla de envejecer, del paso de la vida. Del conjunto de una familia en la cual destaca en el relato la perspectiva de una mujer-madre invisible a los suyos; excepto para destacar los defectos. Una mujer sin la que la familia como tal, todos ellos —hijo e hija y añadidos y también su ex—, no diré que no serían nada o poca cosa; pero sí que serían una cosa muy diferente. Aunque solo fuera porque no habrían tenido una vida tan cómoda.
Envejecer no se acepta bien en una sociedad como la nuestra, pero especialmente no se acepta bien que las mujeres envejezcamos; porque a nosotros el derecho a existir no nos lo da el nacimiento, como a los hombres, nos lo da ser útil a los otros, ayudar, dar apoyo, sostener a todo el mundo que nos rodea y marcharse sin hacer ruido ni molestar. La mejor definición de servicio posible.
Felicito al guion, la dirección, la puesta en escena, pero no olvidaré nunca a Montse porque Emma Vilarasau, en cada entonación, en cada mirada, cada palabra, cada gesto, ha recogido las vivencias y los sentimientos de generaciones de mujeres que lo han sacrificado todo por hacer de madres y a las que no solo no se les ha reconocido ni se reconoce la aportación que han hecho a sus familias, menos todavía o tampoco a la humanidad, a su crecimiento y en los hitos alcanzados. Se invisibiliza no solo la contribución que han hecho las mujeres-madre sino su alcance e importancia; aparte de ser criticadas a menudo, siempre, por supuesto, sin prescindir de su servicio, y también directamente siendo señaladas como fuente de todos los problemas.