El debate de la reducción de la jornada laboral a 37,5 horas nos pilla a la mayoría de pequeños y medianos empresarios boomers con pocas ganas de discutir. De todos es sabido que cualquier incremento de costes laborales sin ganancia de productividad equivale a una pérdida de competitividad. Dicho de otra forma, compensar el incremento neto salarial que representa pagar lo mismo por menos horas de trabajo significa inevitablemente subir precios y arriesgarte a perder clientes. La pérdida de competitividad laboral por leyes inevitables como esta acaba siendo solamente uno más de los costes que los empresarios tienen que asumir. Los gobiernos de izquierdas tienen que priorizar a sus clientes electorales, y una ley de 37,5 horas permite mostrar una victoria contra los empresarios "explotadores". Y los empresarios no tenemos derecho a quejarnos, porque no vivimos de nuestro trabajo, sino de la organización del trabajo en torno a una idea que, sea en forma de producto o de servicio, nos acaba dando unos rendimientos superiores a los de un salario. Eso sí, asumiendo unos riesgos. Pero el relato es este. Todo esto ya está muy explicado y muy inventado. Empresarios explotadores, asalariados explotados.
En muchas de las asociaciones empresariales de las que formo parte, existe la certeza de que los gobiernos de todo tipo —municipales, autonómicos, estatales, europeos y de todos los colores— no acaban de comprar la idea de que es la generación de riqueza a la que contribuimos decisivamente la que hace posible que se paguen todos los servicios que necesitamos como sociedad avanzada. Siempre tenemos la sensación de que cada vez tenemos que pagar más por todo: más impuestos directos, más cotizaciones y más misas varias. Tenemos que asumir las bajas de todo tipo, y los absentismos. La lista de los deberes y costes va creciendo exponencialmente, junto —en el caso de los industriales— con la competencia de los países asiáticos. Nos hemos cansado de decir que la economía del conocimiento es fundamental. Pero sin capacidad de producir, Europa está destinada a ser una anécdota empresarial, un destino turístico privilegiado y, por lo que parece, masificado. Los industriales europeos tenemos que prescindir del gas, pero el turismo puede quemar todo el ecofuel que necesite.
Cualquier incremento de costes laborales sin ganancia de productividad equivale a una pérdida de competitividad
Guste o no, toda economía que quiera ser sostenible debe fundamentarse en un equilibrio dinámico, que hace que la generación de riqueza, el gasto público y el endeudamiento tengan que estar controlados. Los Estados de cultura europea saben bien cómo jugar con el gasto público para hacer escuelas y hospitales, y gracias a los alemanes, parece que también han tomado una deriva de control del endeudamiento equilibrada. Y dentro de un equilibrio, como cualquier hogar doméstico con reglas más macro, los Estados pueden tener unos comportamientos ambiciosos en materia de gasto público. Pero tienen que saber cuándo hay que dar ventajas a sectores empresariales y cuando regularlos. Porque de la generación de riqueza gestionada por las empresas depende la capacidad de repartir. Por eso, las leyes laborales deben ser muy cuidadosas y no atentar contra la competitividad empresarial. Si no tenemos este hecho mucho presente, si no somos capaces de mantener y favorecer la actividad empresarial, disminuirán los ingresos a nivel de país y nos cargaremos el Estado del bienestar.
Una empresa industrial media que facture unos 25 millones puede repartir razonablemente 100.000 netos a sus accionistas después de haber dejado al Estado más de 5.000.000 de euros entre todos los impuestos recaudados (IVA, SS, IRPF, IS, etc.). Cada una de las empresas que conozco, da mucho más al Estado de lo que sus accionistas reciben como beneficio de su capital. De hecho, deberíamos hacer constar cada año en nuestro informe de auditoría, en la primera página, el resumen de lo que supone la aportación al Estado de todos los impuestos que genera la actividad económica que representamos. Quizás alguien nos tomaría más en serio. O quizás no. Nos cuesta hablar tan claro porque no sabemos cómo oponernos al relato que el progresismo imperante ha logrado controlar. El famoso relato progre hace que los empresarios tengamos que demostrar en permanencia que no queremos hacer daño a nadie, que solo queremos seguir creando actividad económica. Os lo pongo todavía más fácil. Pocas empresas cerrarán por las 37,5 horas. Pero no estamos ayudando a la creación de riqueza por la famosa regla de la pérdida de competitividad. En pequeño comité, los pequeños y medianos empresarios nos cansamos de decir que los políticos se reparten la riqueza que nosotros ayudamos a crear con nuestra iniciativa. Y al final quien pacta las leyes no somos nosotros, son los sindicatos con los grandes lobbies empresariales. Y mientras políticos de izquierdas y patronales de derecha nos hacen la pinza, la tozuda realidad deja los auténticos problemas sin resolver. Como el de la dificultad en integrar la inevitable y necesaria inmigración. Que nadie ponga el grito en el cielo cuando la denominada extrema derecha acabe ganando elecciones, imponiendo sus propuestas y cuestionando el Estado del bienestar. Mientras tanto, los empresarios soportaremos estoicamente los sobrecostes de las 37,5 horas y seguiremos pagando la fiesta. Pagar y callar. Todo a fin de bien.