Tengo el privilegio de vivir cerca del campo. Ciertamente, es una elección, una decisión consciente que mi marido y yo tomamos cuando decidimos formar una familia. Y para mí era una experiencia ya conocida.
Además, y esto sí que no es mérito nuestro, vivimos en una provincia realmente impresionante. No es muy conocida y eso, precisamente, hace que su encanto sea aún más especial. Mi amor por este territorio lo es por vivirlo, por ser muy consciente de las oportunidades que me ha brindado siempre esta provincia. Y cada vez lo valoro más. En Guadalajara, según los datos de 2021, el 80% de la población vivimos en un 6% del territorio, que es el Corredor del Henares. Es la provincia más extensa de la Serranía Celtibérica.
Según los criterios europeos, vivo en un lugar "escasamente poblado". Problemas sobre el criterio a la hora de considerar a Guadalajara como un territorio despoblado aparte, lo que es indiscutible es que, tenemos unos enormes parajes en los que tu vista se pierde sin ver una casa. Y cada vez lo valoro más. Pasear por el campo y contemplar lo mismo que ha estado en ese mismo lugar durante cientos de años inspira un respeto profundo y te pone en tu sitio. Respecto a la historia, respecto al terreno, respecto a ti como especie.
Cada vez son más las personas que se vienen al vivir al campo. Sobre todo, desde la pandemia. Porque cuando Sánchez anunció en marzo de 2020 que había que encerrarse en casa, muchos descubrieron que nunca más les pillaría en una situación igual. Sin terraza, sin patio, sin aire ni luz natural. Los que vivimos en el campo nos sentimos muy afortunados en ese sentido en aquel momento. La casa del pueblo salvó a muchos que pudieron dar el salto y trasladarse mientras durase el confinamiento. Y no fueron pocos los que se dieron cuenta de que esa era la forma de vida que querían tener. Sobre todo, con una buena conexión a internet que permitiera trabajar desde casa. Cada vez son más las personas que conozco que teletrabajan desde casa, y que apuestan por vivir en localidades más pequeñas y cerca de algo de naturaleza. Por lo menos, algo más que la de las grandes urbes.
Tener actividades disponibles sin el estrés de los atascos, medios de transporte, ruido y contaminación, no tiene precio. Como salir a jugar a la plaza. O que al dormir, cuando abres las ventanas en verano, solamente escuches los grillos y algún ladrido de fondo de vez en cuando
Vivir en una ciudad es, sin duda, más caro que hacerlo en un pueblo. La vivienda es una de las cuestiones más evidentes. Pagar por un piso de tres dormitorios en el centro de Madrid más de mil quinientos euros, mientras que por una casa con jardín, con más habitaciones y espacio, en mi pueblo puede costarte bastante menos. Para muchas personas supondría la diferencia entre poder pagar o vivir asfixiado. Además de todas las oportunidades que brinda disfrutar de más espacio, incluso al aire libre.
Todas estas opciones, cuando se tienen hijos, multiplican los beneficios. No tengo la menor duda. Tener actividades disponibles sin el estrés de los atascos, medios de transporte, ruido y contaminación, no tiene precio. Como salir a jugar a la plaza. O que al dormir, cuando abres las ventanas en verano, solamente escuches los grillos y algún ladrido de fondo de vez en cuando. Para mí, escuchar el gallo al amanecer sigue siendo una de las cosas que me hace una ilusión tremenda. Y cuando abro la ventana en primavera escucho cantar a los pájaros y me llega a veces el olor de las plantas y las flores de las vecinas. Cuando vamos al colegio observamos el olivar que lo rodea y cambia cada día, todos los meses del año. Huele a tierra mojada cuando llueve. Y de pronto, ahí en medio, un almendro ha brotado en flor.
Estoy segura de que la cantidad de alegrías que nos da vivir en un lugar como este, son inimaginables para alguien de ciudad. Pero lo que sí sé, también, es que cuando pasamos tiempo en una gran urbe, nos estresamos. Al menos es lo que nos sucede en la familia, y sé que a alguno más. El ritmo de la ciudad ya nos queda muy lejano. Tanto coche, tanto ruido, tanta luz, tanta gente que ni se saluda. Se me hace cada vez más extraño. Porque me he acostumbrado a pararme a saludar, a mantener conversaciones con quienes me atienden en la carnicería, en la pescadería, en el herbolario, en la farmacia, en el estanco o en el banco. Aquí nos conocemos. Y si salimos a jugar a la plaza, siempre hay niños que conocemos. No hace falta quedar con ellos. O en los parques, donde sucede lo mismo. Vivimos en un lugar donde, hasta ahora y de momento, no hay un solo semáforo. No nos hace falta.
En mi calle, cuando llega el buen tiempo, las mujeres más mayores, sacan su silla a la puerta cada noche y allí se quedan charlando, murmurando a veces y a carcajadas otras. Me encanta llegar a casa y darles las buenas noches. Y comentar cualquier cosa pasajera con ellas. Casi siempre comentamos que últimamente los coches pasan muy rápido y la calle es muy estrecha. Como cada mañana, me gusta saludar a mi vecino, que en respuesta al "¡Buenos días, Paco!", me responde siempre con el parte meteorológico. El del hombre que lleva toda la vida en el campo y no se equivoca. El que, cada vez más, además de decirme el tiempo que hará, se queja. Y se queja porque hay a quien le molesta que cante su gallo, o que cacareen las gallinas. Y porque los coches pasan muy rápido por nuestra calle "y cualquier día habrá un susto o, lo que es peor, un disgusto".
Y hablando, comentando aquí en el pueblo, que cada vez viene más gente, hay una preocupación: que nos traigan al pueblo el estrés de las ciudades. El ruido. El correr, las prisas, y los malos modos. Esos de los que no saludan, de los que se molestan por el gallo que canta, por el perro que ladra y por las señoras en la acera. Vivir en la provincia en la que vivo es un privilegio. Porque quedan enormes espacios de tierra en los que aún no se ha plantado el hombre a destrozarla.
En estos momentos en los que parece que hemos olvidado la esencia, lo importante, en los que los agricultores están gritando lo que deberíamos gritar todos, sentarse a contemplar el campo durante unas horas es un ejercicio imprescindible. Dar el paso para vivirlo más de cerca, una acertada apuesta. El campo nos pone en nuestro sitio. Y cuanto más tardemos en verlo, peor.