El president de la Generalitat de Catalunya, Salvador Illa, reivindicó en su discurso del día de Sant Esteve, una Catalunya del lado de la esperanza y del optimismo respecto al futuro. Me cuesta mucho encontrarlas en él —ni una cosa ni la otra—, o en las mismas palabras que ha dirigido a la ciudadanía. De las acciones que ha empujado desde que es president de la Generalitat no quiero ni hablar; pero en mis ojos, nada más lejos de estos dos propósitos. Lo único que ha hecho es ir hacia atrás y las consecuencias las viviremos, directa e indirectamente, en el bienestar de nuestro día a día, todas y todos los catalanes.

Salvador Illa hizo girar su discurso de Sant Esteve en torno a la fraternidad, lo que les debió parecer a él y a sus asesores un gran concepto con el que trabajar en la misma línea de siempre; evitando mencionar palabras como unión y solidaridad, que de tanto utilizarlas mal han quedado completamente deslucidas. Ahora bien, no se podían equivocar más. Si buscaban neutralidad con la palabra fraternidad, la pifia es grande, más todavía en el año del caso Pelicot.

No costaba nada ampliar el concepto —supuestamente el PSC y el PSOE tendrían que saber de sororidad—, vistos los grandes problemas que ha llevado al mundo la fraternidad en masculino; los clubs de hombres son un gran ejemplo de exclusión social. Pero ya sabemos, que el tema del género se incorpora solo por cuestión de oportunismo, y no cuando se trata de hablar seriamente del futuro de un país, aunque a este solo se lo considere una comunidad autónoma. Así nos va, no solo a las mujeres sino a todo el mundo, y la esperanza cuesta encontrarla, en el señor Illa, o en su partido.

La esperanza —también el optimismo— es propia y la diseña cada uno como quiere y en lo que quiere, y la colectiva no es más que la suma de muchas de individuales que cambian el mundo

La idea fue pasar de puntillas sobre la riqueza de la diversidad, apelando, eso sí en positivo, a restablecer la paz entre los catalanes y catalanas y entre estos y estas respecto y resto del Estado español. Todo un clásico revisitado que no se cree nadie, porque aquí se ha abierto otro foso de memoria histórica añadido al de la guerra civil y la dictadura. Un nuevo boquete, más allá del relato de los hechos, muy difícil de tapar —o disimular, o hacer desaparecer, o ignorar, o todo al mismo tiempo—, mientras nos acompañen los recuerdos de lo que hemos vivido y cómo nos han hecho sufrir en los últimos años, y todavía ahora, por una iniciativa cívica y política democrática y plenamente legítima. Y solo una cosa, en las manifestaciones había ciudadanía de todas las generaciones y de todas las procedencias; que no solo es importante desde el punto de vista de la vida del movimiento, sino porque lo hace mucho más difícil de rematar.

No tiene ningún valor que alguien que ha subido a escenarios con la ultraderecha más antidemocrática y más incívica de este país inste a no dejarse arrastrar por discursos de odio y pesimismo, porque no puedo dejar de pensar en cómo actuó Salvador Illa y qué dijo cuándo le convino. Hay una gran diferencia entre estar a favor de una cosa a estar en contra de una cosa; pero eso no es que el unionismo no lo pueda entender o no lo quiera entender, es que obviando esta diferencia es como ha creado y ha alimentado el discurso de odio contra Catalunya. Queda muy postizo hacer ver que la etapa de hooligan español no ha existido, más todavía cuando es tan reciente y está tan bien documentada, por mucho que ahora sea president.

Con respecto al optimismo, también cuesta y más todavía si se dice con tan poco optimismo propio. No lo tiene fácil Salvador Illa por muchas razones; solo hay que dar una ojeada al panorama político de todo el año o más recientemente, a la inoperancia y a la pelea PP-PSOE por el caso de la DANA en València. Nada edificante, nada esperanzador para la ciudadanía, excepto su misma respuesta a la catástrofe; a menos que los partidos políticos se renovaran completamente, en València, para empezar. Cosa, por otra parte, nada creíble, porque a la política se llega para quedarse. Eso sí que está más que claro.

Suerte que no solo depende de Salvador Illa, de hecho se puede hacer —aunque con mucho más sufrimiento—, al margen del gobierno, de cualquier gobierno. En Catalunya lo sabemos, en València y en muchos otros lugares, también; porque la esperanza —también el optimismo— es propia y la diseña cada uno como quiere y en lo que quiere, y la colectiva no es más que la suma de muchas individuales que cambian el mundo.