Salgo de la biblioteca del Ateneu y voy plaza de la Vila de Madrid abajo. Hace bueno. Hace el tipo de bueno del día que parece que las golondrinas te esperarán en la próxima esquina. Ayer era Santa Eulalia y lloró toda la tarde. El día pedía refugio: una biblioteca, la sala de estar de la casa de los padres, una iglesia. Quise ir a Sant Sever, la joya barroca del Barri Gòtic terminada de restaurar, pero me lo encontré cerrado. Hoy dice que tiene que estar abierto, y voy por Portaferrissa hasta llegar a la plaza de la Catedral. El último sol de la tarde proyecta doraduras sobre la piedra antigua. Llevo La roca i l'aire —el último ensayo de Raül Garrigasait con Fragmenta Editorial— bajo el brazo. También llevo la libreta de escribir y la caja de los auriculares, que siempre me dejo por los lugares. Voy a buscar la calle del Bisbe hasta la calle de Sant Sever, donde tiene el culo el Palau de la Generalitat. Miro la fachada de la iglesia en cuestión: el santo preside el portalón desde detrás de una reja para que no se caguen las palomas. En La Garriga, es san Esteve quien preside el portalón de la iglesia, pero resulta que el encargado de hacer lucir al santo no tomó bien las medidas y, cuando tocó meterlo en la hornacina, no cabía. Le tuvieron que cortar las piernas a la altura de las rodillas y no le pusieron reja para protegerlo de los pájaros. Ahora san Esteve está desproporcionado, parece un cabezudo y chorrea excrementos de paloma. Contemplo aquel san Sever allí arriba, que ha tenido más suerte que el patrón de la Garriga, y entro.
Me sorprende encontrarme la iglesia llena de gente animada haciendo retratos y explicándose cosas. Hay bastante alboroto y me molesta un poco, porque yo había ido con la intención de rezar en silencio. Entiendo la agitación, sin embargo. La iglesia de Sant Sever fue edificada entre 1699 y 1704, pero había estado cerrada desde 2018. Tras una restauración escrupulosa para ahuyentar la plaga de termitas que roía la madera del retablo, esta semana ha vuelto a abrir. La iglesia de Sant Sever es una historia de supervivencia más allá de las termitas, sin embargo. Su madera ha salvado la piel entre guerras y revueltas. Sin ir muy lejos, vio quemar de arriba abajo la iglesia de Betlem, en la Rambla, durante la Guerra Civil, y vio saqueada Santa Maria del Pi. Una unidad de los Mossos con continente en la Generalitat, en aquel momento, la salvó de la destrucción. En medio del follón de los últimos trescientos años de historia del país, la iglesia de Sant Sever, obra de Jaume Arnaudies, es una exhibición desafiante de permanencia. Con este mismo nervio se alza el retablo mayor —obra de Pere Costa, restaurada por Ana Ordoñez—, tras el altar. Irónicamente, toda esta madera recubierta de dorados y ornamentos parece una hoguera.
A pesar de los resentimientos, los días descreídos y los estropeos, todos estamos llamados a una fe que permanece
La nave es una caja de luz. Me parece que, por como llevamos encajado el Barroco dentro del imaginario, me esperaba la oscuridad de una cueva. En País Barroc (L'Avenç), Garrigasait explica que "la visión que hace un siglo y medio se fijó de la historia de Catalunya y que ha dominado nuestra imaginación hasta hace cuatro días, o quizás todavía la domina, habla de una edad media pletórica y fundacional y una vida moderna que renace sobre el recuerdo de aquel pasado. En medio, la nada: ni Renacimiento, ni Barroco." Esperaba negrura y silencio y me he encontrado bullicio y un estallido de claridad. Para validar las tesis de Garrigasait y para corroborar que sobre el Barroco se extendió un telón de silencio injusto, con esta choque sensorial he tenido suficiente. Me ha hecho pensar en el alivio de oírle una carcajada al amigo que hace demasiado tiempo que arrastra los pies. Las formas del retablo son la alegoría de un enloquecimiento místico. Opulento y cargado, parece mentira que tras tanto oro pueda haber tanta madera. "Perejaume ha dicho que se pueden hacer dos cosas: irradiar y arraigar. Las culturas cortesanas de la época barroca, de los Borbones y de los Austrias, querían ser radiantes como el sol. El Barroco catalán suele arraigar: se esconde, se hace tubérculo, se nutre de lo que encuentra a ras del suelo", sigue Garrigasait. Detrás de su exuberancia, el Barroco catalán está sujeto a la materia orgánica. De hecho, me siento a tomar notas en uno de los bancos, cerca de una capilla lateral, y me doy cuenta de que el retablo que tengo al lado está roto, astillado y carcomido. La naturaleza del Barroco catalán lo hace fácil de liquidar. Ahora mismo, la iglesia de Sant Sever, plantada en medio del Gótico, me empieza a parecer un milagro.
El santo ocupa el espacio central del oro. De arriba abajo, el retablo lo preside la paloma del Espíritu Santo, que está encima de una virgen que se abraza en una expresión medio de dolor, medio de joya. Bajo la virgen, sant Sever en éxtasis místico, abierto de brazos y mirando el cielo. Todo está lleno de sentidos. Se explica que san Sever fue un mártir del siglo IV, obispo barcelonés muerto durante la persecución de Diocleciano a causa de su fe. Huyó a Castrum Octavianum, que ahora es Sant Cugat, donde lo capturaron y mataron arreándole un golpe de clavo en la cabeza. Se dice que el clavo, "abundosamente, hizo caer encima de los hombros una clámide purpúrea". Una abundancia que va en consonancia con el carácter del lugar donde se conservan sus reliquias. Me viene a la cabeza «La vella ferida», de Mishima: "Y cuando he visto, la cicatriz, que de tan abierta todo el universo se asomaba, he entendido que, esta vez, no podría escaparme. La vieja herida, ha vuelto a sangrarme". También se explica que Martí l'Humà atribuyó a san Sever la curación de una nafta en la pierna, y a raíz de ello parte de las reliquias de Sant Cugat se trasladaron a Barcelona. Las reliquias que quedaban en Sant Cugat fueron profanadas en la quema de 1835 y se perdieron. Ahora, en Sant Cugat solo queda una pequeña reliquia y en la iglesia de Sant Sever una parte de hueso. Da igual cuáles sean las contingencias históricas, que nuestro santo, señalando el cielo, siempre apunta hacia la permanencia. Aun así, el santo resiste.
No hubo actos del martirio del santo hasta el siglo XIII y no se consideran fuentes fiables. De hecho, los historiadores Gregori Maians y Jaume Caresmar enfilaron la teoría de que el santo que se venera en la iglesia de Sant Sever no existió nunca, que se mezcló la figura de un obispo barcelonés del siglo VII con la historia de san Sever de Ravenna, otro obispo del siglo IV. Es bastante posible, pues, que el santo Sever que veneramos en la iglesia renovada no sea más que una leyenda como lo es la de Sant Jordi, que no tiene mucho que ver con la historia del santo Jordi de Capadocia. Quizás pone en jaque el dogma, pero esta mezcla de leyenda y santidad, de invención colectiva e historia contrastable de la Iglesia, me parece una fórmula maravillosamente orgánica de acuñar puntales espirituales. Sentada en el banco, recuerdo un fragmento de La roca i l'aire de Garrigasait que he leído hace poco en la biblioteca: "el catolicismo casi siempre ha conseguido ahuyentar a Dios a copia de conceptualizaciones dogmáticas y pequeñas idolatrías. Hay algún tipo de victoria muy humana en los santos deformes de madera, en las vírgenes que aplastan serpientes, en la celebración de las imágenes imperfectas que somos y que necesitamos. Al fin y al cabo, no hay vida ni institución sin gestos que profanen el misterio. El catolicismo ha sistematizado esta intuición". El Barroco quizás es el movimiento cultural que en Catalunya explica mejor la sistematización.
En el banco de detrás, unas señoras se explican cosas y juegan a adivinar cuáles son los santos que hay representados en las capillas a través de la iconografía. Todo este exhibicionismo místico de plantar santos por todas partes siempre me ha hecho mucha impresión. Quizá porque es lo que nos diferencia, quizá porque encontrar con quién identificarse siempre hace de empuje motivacional. Quizá por eso Dios se hizo hombre. Quizá por eso, también, es tan gustoso explicarle a alguien que funde la veneración y la adoración en un solo concepto que no son lo mismo. Las señoras de atrás charlan y yo pienso que en el catolicismo cultural que me ha cunado y en la fe que he salido a buscar tengo la suerte de una riqueza: la de los referentes. Puedo llegar a Dios desde las vidas de todos aquellos que han hecho esfuerzos para llegar a él antes y quizás esta también es una de las claves que explican que la antorcha de la fe me haya podido aterrizar en las manos. El trozo de hueso de san Sever y su iglesia narran esta historia. De hecho, narran la historia de una cierta chamba, pero también de una resistencia. A pesar de las contingencias históricas, Sant Sever todavía está plantado en medio del Barri Gòtic, aguantando y trastocando el imaginario del país con su madera dorada que no ha quemado nunca. A pesar de los resentimientos, los días descreídos y los estropeos, todos estamos llamados a una fe que permanece. Y a pesar de todo, quizás todavía no hay golondrinas, pero en cada esquina la historia nos encuentra para decirnos que nuestra identidad tiene raíces. Irradiar y arraigar. Cierro la libreta, me levanto del banco y salgo de la iglesia. Está oscureciendo. Desde la calle de Sant Sever voy a la calle de Santa Eulàlia. En una esquina hay lamparillas y una cruz en forma de X hecha de flores. Esperanza y perseverancia, quizás eso es lo que le pediría a nuestro mártir firme y desafiante. Y que me cure la espalda. O como mínimo que, si alguna vez hay joroba física, no se me haga también joroba moral. No sé si es pedir demasiado. En fin, la plaza del Pi huele a chocolate y el próximo mes ya llega la primavera.