Hace muchos años, en agosto de 2013, publiqué un artículo en el diario El Punt Avui titulado “¿Turquía dentro de la UE?”, donde exponía algunas razones por las que la República de Turquía no puede ser admitida en el seno de la Unión Europea. No repetiré ahora punto por punto aquellos argumentos, pero básicamente eran la cuestión chipriota y la negación del genocidio armenio, aparte de que ese país está lejos de cumplir los estándares europeos en relación con algunos derechos fundamentales, como son el respeto a las minorías, los derechos de las mujeres, la libertad de expresión, los derechos laborales o el derecho a la objeción de conciencia. Hay que tener en cuenta, y no es un tema menor, que la parte europea de Turquía representa solamente un 3% de su territorio (donde vive el 15% de la población). Si Turquía fuera miembro de la UE, las fronteras comunitarias llegarían hasta Irán, Siria o Irak, con todo lo que ello acarrearía en materia de seguridad y defensa. Por suerte, las negociaciones sobre su posible acceso se suspendieron en 2019 y espero que nunca se reabran.

Aquel artículo supuso, para mi sorpresa, que el cónsul turco en Barcelona me convocara a un almuerzo. De todo el artículo solo le preocupaba un punto: el genocidio armenio. No solo rehuyó su reconocimiento, sino que negó que se hubiera producido nunca y pretendía convencerme a mí de este hecho. Me explicó que los armenios viven felices y contentos en Turquía, son respetados y su cultura y su lengua están protegidas. No fue capaz de aclararme de forma clara y precisa la razón por la que la población armenia de Turquía había pasado de más de dos millones en 1914 a unas 50.000 personas en 2013. Es que, ¡mira que preguntar estas cosas! La razón, naturalmente, es el genocidio armenio que Turquía planificó y ejecutó entre 1915 y 1917 y que provocó la muerte de hasta un millón y medio de armenios, acabando con dos mil años de presencia armenia en Anatolia. Hoy, 34 países reconocen el genocidio armenio, entre ellos la mayoría de países europeos, incluidos Francia, Italia o Alemania. Existe una ruidosa excepción. ¿Saben cuál? ¡Bingo! España. Afortunadamente, el Parlament de Catalunya sí que lo ha reconocido oficialmente. Por cierto, por aquellos años los turcos cometieron otros dos genocidios, mucho menos conocidos, contra la población griega y la población asiria: mataron entre 300.000 y 900.000 griegos y unos 275.000 asirios. Tres genocidios simultáneos es una proeza que pocos países pueden exhibir.

Los kurdos representan todo lo que no representan los turcos: son una sociedad más abierta, más respetuosa y más democrática

Cuento todo esto porque el papel de Turquía en la caída de la dinastía Asad en Siria ha sido determinante y es una nueva muestra de los anhelos expansionistas del sátrapa Recep Tayyip Erdogan, que pretende recuperar el papel preponderante que los otomanos tuvieron durante siglos en la región. Alguien puede pensar, ingenuamente, que su animadversión hacia Asad y los rusos le convierte en un amigo de Europa, pero no es el caso. Mientras en el oeste ha chantajeado a la UE y a Grecia con los refugiados, en el este ha participado activamente en un nuevo genocidio armenio en el Alto Karabaj, junto con otro sátrapa, el presidente azerí, Ilham Aliyev. Turquía representa, junto con Rusia, la mayor amenaza que tiene Europa a día de hoy. Y no es un peligro hipotético o potencial: Turquía ocupa desde 1974 la mitad norte de la isla de Chipre y no reconoce oficialmente a la República de Chipre, un país miembro de la UE. ¿Cómo debería ser posible que un país miembro de la UE ocupara militarmente una parte de otro? Absurdo.

La actual política siria de Turquía es una nueva amenaza directa, también, para los kurdos, a los que ya tiene reprimidos y castigados de forma permanente dentro de las fronteras turcas. Los ataques y las violaciones contra los kurdos sirios son una prueba más de que el nacionalismo turco es agresivo por naturaleza y solo es capaz de afirmarse sobre la destrucción de los demás. Nunca se ha producido un genocidio kurdo, pero no habrá sido por falta de ganas de Turquía, sino por falta de recursos y porque la minoría kurda turca es demasiado grande. Los kurdos representan todo lo que no representan los turcos. Son una sociedad más abierta, más respetuosa y más democrática, en la que los derechos de las mujeres y de las minorías están más garantizados. No son expansionistas; solo quieren vivir en paz. Tanto es así, que es necesario fortalecer al pueblo kurdo por todos los medios posibles. No habrá paz ni estabilidad en la región sin que se cumplan una serie de condiciones, una de las cuales es el reconocimiento de la nación kurda y el ejercicio de su derecho de autodeterminación. En Irak ya han alcanzado un grado de autonomía. En el norte de Siria es deseable que alcancen un estatuto similar, y en este caso cuentan con el apoyo y la presencia militar de Estados Unidos. A su favor también está la diversidad de la población siria, con un 10% de cristianos, un 10% de alauitas, un 3% de drusos y algunos grupos menores más, entre ellos los asirios. La alianza de los pequeños puede hacer frente eficazmente al más grande, que son los árabes suníes. Esta alianza también debería servir para parar los pies en Siria al nuevo califa Erdoğan. Y un día, esperemos que más pronto que tarde, también tendrá que llegar la primavera a Turquía y, ahora sí, el país se convertirá en un país moderno, democrático, descentralizado y plural, que reconocerá sus múltiples genocidios y que podrá aspirar a ser un socio preferente y fiable de la UE.