Hace gracia ver como todos los opinadores que se pensaban que el Estado o que la propia Generalitat podrían impedir el 1 de octubre se posicionan ahora a favor de Manuel Valls o de Ernest Maragall. El sistema utiliza Barcelona para intentar reconstruir el viejo autonomismo intercambiando los papeles de los comediantes. Ahora se trata de que la derecha sea cosmopolita y de que la izquierda sea carlista, al revés que en los buenos tiempos de la sociovergencia.

Ada Colau está destinada a ser la madre superiora del campo de concentración, como antes lo era Joan Herrera. Los chicos de Puigdemont y de Quim Torra, que tampoco contaban ver el referéndum, tienen asignado el papel de radicales folclóricos que hasta hace poco representaba Esquerra. Queda claro que Francesc de Carreras fundó Ciudadanos sólo para poder parar la independencia, igual que la patronal españolista de los años veinte promocionó la FAI y pagó el sindicato amarillo que mataba a los anarquistas pacíficos.

También es ahora cuando se ve que la fotografía que algunos diarios españoles publicaron de Jordi Graupera resistiéndose a la policía fue un error de cálculo, a pesar de los comentarios tan burlones que generó. La lógica indicaba que el Braveheart de Princeton acabaría liado en alguno de las muchas chapuzas que los partidos procesistas perpetraron ahora hace un año. Me consta que pusieron ingenio con el fin de intentar liarlo, además de su proverbial capacidad de dramatización y de chantaje emocional.

Con el desembarque de Valls y con el nombramiento a dedo de Maragall, Graupera tiene mucho campo por correr. Aparte del Braveheart de Princeton, en Barcelona no veo alcaldables que representen de una forma viva el espíritu del 1 de octubre. Como las próximas elecciones irán de poder duro, el único candidato que representará de manera genuina el poder duro de la democracia será el ganador de las primarias. Si el ganador resulta que reivindicó la autodeterminación antes que los partidos y puso el cuerpo para hacer posible el 1 de octubre, todo estará todavía más claro.

Con un aeropuerto que mueve a 50 millones de pasajeros y uno de los puertos más importantes de Europa, Barcelona no tan sólo necesita un Estado para crecer, necesita un Estado para no acabar devorada por su propia fuerza, como le ha pasado de forma periódica desde hace siglos. Barcelona no puede continuar en manos de gente que manosea los eufemismos y que cree que la ciudad tiene que ser por obligación la segunda capital de alguna cosa ―la que sea, que no moleste a España―.

Es de una indigencia intelectual destacable que los mismos que decían que la UE es un club de estados, para pintar la independencia como una locura, sean ahora los que dicen que Barcelona tiene que ser una capital europea. En vez de proyectar Barcelona hacia afuera, los amigos de Valls y Maragall siempre han preferido utilizar la ciudad para intentar folclorizar el país. En la época de Pasqual Maragall los patrocinadores de Valls ya se esforzaron en separar la capital del resto de Catalunya, con la ayuda perversa de Pujol y de la parte de los inmigrantes que necesitaban esconder que venían de pueblos pobres de España.

La higiene no consiste sólo en llevar corbata o ropa limpia. También hay una higiene de las palabras y de los conceptos, que viene del espíritu democrático bien entendido. Ada Colau ha paralizado Barcelona porque no acaba de entender que, en una ciudad, el dinero tiene que circular. Pero Valls ha sido contratado para alimentar una dialéctica entre autoritarismo e idealismo que puede ser muy peligrosa. Valls quiere que el dinero circule, pero que circule en unos círculos restringidos, que no molesten ni a Madrid ni a París para que así de vez en cuando nos dejen hacer una exposición universal o unas olimpiadas.

Este sistema acaba siempre mal, lo comprobó Puig i Cadafalch, el diseñador de las baldosas que Valls intenta apropiarse. Igual que Maragall, el alcaldable parisino encarna la tendencia a la putrefacción que prevalece cuando todo el mundo especula con los valores de base para no complicarse la vida. Por eso su equipo no ha tenido problemas para copiar los eslóganes y los logotipos de las primarias propuestas por Graupera, al más puro estilo de Convergència.

De momento, Graupera parece el único candidato que se toma seriamente la fuerza de la democracia y del talento que mueven las grandes ciudades occidentales. El exministro parisino representa el dinero que, en lugar de estimular la inteligencia, la compra para evitar que se desarrolle. Si Colau sirvió de placebo para contener la fuerza del procesismo, Valls es como estas casas farmacéuticas que no tan sólo fabrican medicamentos que nunca acaban de cuidar, sino que, además, bajo mano, crean las enfermedades para poder forrarse.

La alternativa al amigo de Macron no es Maragall, que es como él, pero sin las gotas de xenofobia que la socialdemocracia exige en la Europa de hoy día. El adversario natural de Valls es Graupera, que también es sexi, también es inteligente, y también es un hijo de una buena familia de Barcelona, con la diferencia de que mantiene una distancia creativa con el dinero, es cristiano de base en vez de masón, y no refuerza el moralismo de Colau y su mundo.