En los momentos de más peligro y confusión siempre intento recordar que hay mucha diferencia entre perderse y equivocarse. El hombre que se equivoca, por más que sufra, vive todavía a través de la posibilidad. De su equivocación se puede extraer alguna idea clara sobre el mundo y alguna lección que todo el mundo pueda aprender.
El hombre que se equivoca, por más que dude de él mismo, todavía sabe quién es y sabe dónde quiere ir. El hombre que se está perdiendo a sí mismo lo ves vivir cada vez más aturdido y más a la defensiva. A pesar de que haga grandes declaraciones de amor o que tenga muchos amigos, no se puede sacar de encima el peso del aislamiento. Cuanto más se aleja de él mismo, más se deja deslumbrar y menos le cuesta encontrar excusas.
El proceso de perderse es un camino largo y sutil de desconexión con el talento que nos ha venido dado a través de la sabiduría de la lengua y del amor puro de la madre. Equivocarse puede hacer daño, pero no te destruye la intuición ni el sentido de trascendencia. A menudo la gente se pierde por miedo a equivocarse y se aleja de sus sueños lentamente, mecido por la autocomplacencia y por la necesidad de aparentar.
Me hacen gracia los españoles que nos alertan del peligro de desconectarnos de la realidad, como si la realidad más honda que conozco no fuera mi propio estado de conciencia. La esencia de las cosas siempre la encuentro en la misma relación que establezco con todo aquello que digo o hago. Cuando consigo situarme en mi centro, el mundo gira más despacio y parece que sea posible conducirlo todo hacia soluciones más armónicas.
En Catalunya, esta complicación es fácil de ver porque la comedia humana conspira con especial intensidad para intentar vaciarte el gesto. A muchos catalanes les cuesta relacionar la destrucción de su propio país con la destrucción de sus amores y de sus intereses más profundos, que son los que fructifican más a largo plazo. Como decía Cicerón, el estigma del esclavo es hablar la lengua de su amo y, por lo tanto, ver su propio mundo a través de la sensibilidad de un extranjero.
Cada vez que un catalán habla en castellano mata un poco su futuro y su pasado, y ensucia los caminos que lo podrían ayudar a afilar la intuición y a pensar más allá de su circunstancia. El hombre se pierde a base de negarse, cuando falsea su relación con el papel que de verdad le gustaría jugar en el mundo. Todo el mundo lleva un rey dentro de él, pero no todo el mundo sabe reconocer sus virtudes y defectos, ni pone el esfuerzo que hace falta para defender su corona.
Con el tiempo, he observado que las personas que saben vivir conectadas con lo más profundo de su talento siempre están más o menos contentas. En cambio, los intelectuales que hablan más de realismo suelen ser pijos que hacen cara de haber sufrido una desgracia irreparable. Todo el mundo tiene derecho a luchar para sentirse rey de algo y por eso cada dos o tres generaciones volvemos a buscar la inspiración en el Renacimiento y en la democracia griega.
En la vida, nada es tan inspirador como ver el esfuerzo que las personas hacen para ir destilando la mejor versión de ellas mismas y nada es tan triste como ver a otra gente que se abraza a la miseria para justificar su patético conformismo. La muerte es el regalo que Dios nos hizo para que los hombres sintiéramos su compañía e intentáramos poner en vida un granito de arena en la creación. Cuando vives como si nunca te tuvieras que morir, o como si ya estuvieras muerto, que es lo mismo, acabas consumido por el tedio y la melancolía.
A mí me gustaría vivir como el Duque de Wellington, que lloraba a los muertos después de cada victoria, pero que era implacable mientras duraba la batalla. Wellington no perdió nunca de vista que, si hilaba delgado y todo iba bien, un día podría retirarse y contemplar su propia gloria desde casa, antes de acabar sus días. A diferencia de Napoleón, que era vanidoso e impaciente, Wellington escuchaba la emoción de cada momento sin dejarse arrastrar por sus heridas.
A veces hay que tener paciencia para dejar que los problemas cojan el significado que necesitamos para abordarlos. Otras, hay que saber cogerlos por el cuello sin piedad antes de que se nos pudran dentro. En el fondo, todos sabemos cuándo estamos luchando a vida o muerte para defender una buena causa, y cuándo solo hacemos ver que luchamos porque nunca hemos tenido el valor de luchar de verdad o porque nos hemos perdido y ya no sabríamos hacer ninguna otra cosa.