Este 2017 quizás no veremos resuelto todavía el contencioso entre Catalunya y España, que es lo que marca siempre la dirección que toma el sistema político de Occidente desde el siglo XVII. Lo que veremos es como van cayendo las caretas de los demócratas sobrevenidos, y como las pelucas de los cortesanos más frívolos empiezan a llenarse de piojos con cada fiesta independentista que la Guardia Civil organice en sus cuarteles.
A pesar de los intentos que algunas políticas del PP hacen por dar una estética juvenil al partido de Rajoy, el gobierno del Estado recordará cada vez más la dictadura crepuscular del general Berenguer. Ahora es cuando los analistas que pronosticaban elecciones y mezclaban el independentismo con la mafia y el totalitarismo se quedan sin excusas. Las actitudes individuales se verán cada vez más comprometidas por la realidad.
Antes caerá la democracia y la libertad de expresión en España, que Catalunya renunciará a celebrar un referéndum. El entorno de Mas y de Pujol que se dedica a prometer a los españoles que la situación está controlada tendría que dejar de mentir, si de verdad quiere salvarse. Para acabar con la idea de la autodeterminación, el Estado tendría que volver a la represión de los siglos XVIII, XIX y XX. Si no fuera porque las prisiones están llenas de terroristas arrepentidos, quizás lo haría.
Hasta ahora los españoles se han creído la historia que les explican los diarios y se piensan que eso de la nación catalana es una carta del Trivial subvencionada por Pujol. Incluso los catalanes se autoengañan con la ayuda de la prensa y a veces llego a pensar que si los diarios les dijeran que las vacas vuelan, dudarían de la ley de la gravedad. El Estado busca el origen del fuego para apagarlo, pero al mismo tiempo lo atiza porque el origen del problema es estructural.
Las declaraciones de Puigdemont ante los cónsules y el anuncio que la Hacienda está casi terminada hace pensar que la guerra de posiciones se está agotando. Las detenciones de ayer son pura represión contra la red de relaciones familiares y políticas que manda en Barcelona. Al contrario de lo que decían los federalistas, la España del siglo XXI pasa por Madrid y sólo por Madrid y el Estado trata de aprovechar la situación para intentar matar dos gorriones de un tiro.
El Estado debe creer que tiene la CUP muy infiltrada porque si no, la única cosa que hará con estas detenciones será acercar la oligarquía barcelonesa a su país. La estrategia de los españoles siempre ha sido la misma: el Estado reprime a las élites catalanas para forzarlas a hacerle el trabajo sucio y, cuando el país queda pacificado, entonces aplica una decimación, de manera que castellaniza una parte de esta oligarquía y controla la restante con el resentimiento generado entre el pueblo.
A diferencia de otras veces, la oligarquía catalana no está aislada en la península y la clase obrera no pasa hambre hasta el punto de ir persiguiendo burgueses por la calle. Si la CUP quiere políticas sociales, la única cosa que tiene que hacer es pactar con la clase alta una parte del pastel económico que nos roba España. La oligarquía tarde o temprano entenderá que la única manera de salvar el dinero y el honor es apoyar al pueblo. Entonces encontrará un mundo de sinergias nuevas en los países del norte y también en los sudamericanos que odian el imperialismo de Madrid.
Agotadas las vías de manipulación del pueblo catalán, el Estado se verá cada vez más enfrentado a la necesidad de aceptar la democracia hasta las últimas consecuencias o a resbalar hacia la solución franquista. El problema de la solución franquista es que la represión necesita un número exponencial de cómplices y, de momento, sólo se ha presentado García Albiol. Con el tiempo se verá que el referéndum es la mejor solución para todo el mundo y que España se resiste como las criaturas consentidas cuando quieres ponerlas en la ducha.