Este fin de semana leí un artículo de Bernat Dedéu que me hizo pensar mucho, seguramente porque no lo entendí o porque discrepo de él. Dedéu nos explicaba que cuando tiene un par de días de reposo, además de fumar puros, lee libros de Thomas Bernhard. Se ve que Bernhart le ayuda a quitarse los miedos de la cabeza –y por lo tanto la cursilería de la pluma–, y que lo mantiene entretenido con enigmas y misterios que lo divierten más que lo angustian.
Yo no tengo la más remota idea de cómo escribe Thomas Bernhard. No sé nada de esta prosa carnicera que Dedéu le atribuye, ni del olor de barbacoa y chamusquina que dice que acaban haciendo la mayoría de sus libros. Diría que Abel Cutillas me vendió un volumen suyo, cuando abrió la Calders. Pero no lo he podido leer, porque entre las series americanas, la independencia y el precio de las columnas tengo pocos ratos libres.
De toda manera, lo que me chocó del artículo no es la descripción que Dedéu hace de la prosa de Bernhard, ni del hecho que se sienta identificado con su alma despiadada y canibalesca. Lo que me chocó fue que Bernhard haga pensar a Dedéu que, cuando escribimos, tenemos que tratar de salvar alguna cosa concreta, dejar algún amor fuera de la hoguera, como si estuviera a nuestro alcance destruirlo todo. Hay un momento que el autor casi parece que diga que si sigue el camino del dramaturgo austríaco corre el peligro de convertirse en un "francotirador de mierda".
Me chocó porque yo nunca habría dicho que escribía para salvar nada, sino para salvarme a mí mismo, para ver si hay alguna cosa sólida dentro de mí, alguna forma de inteligencia que sirva más allá del tiempo. Todo lo que no conseguimos que salven el amor y la felicidad concreta, no lo salvan la voluntad y las estrategias. Al fin y al cabo, ¿qué poder tenemos nosotros para salvar nada, más allá de nuestra alma? Como mucho podemos tratarnos con ternura y honrar el misterio con un poco de estilo, que es la carretera por donde circula la sustancia de la vida.
De hecho, me da la impresión de que si Dedéu hace hogueras de San Juan no es para destruir las cosas que ama o que odia, sino para purificarlas, para evitar que la putrefacción a que están sometidas contamine su esencia. Cada vez que recuerda el nombre de un traductor o de un profesor desconocido mientras escarnece el comportamiento de algún famosillo ya se hace evidente que no todo aquello que cae en su hoguera se chamusca. Y ya no hablo de la lengua que nos regala en algunos artículos.
Es verdad que Dedéu tiene tanto trabajo para evitar que el ambiente de su país no corrompa sus amores, que parece Vasili Zaitzev defendiendo Stalingrado de los bárbaros, mientras los cobardes huyen por mar. Pero no veo qué mal hay en eso. Diría –porque ya confieso que no leo mucho- que la prosa austríaca del siglo XX también oscila mucho entre el salfumán y la pastelería, igual que la catalana. De Karl Kraus a Stefan Zweig hay más distancia que de Pompeu Gener a Josep Maria de Sagarra, pero pocas menos desgracias militares y políticas.
Como Catalunya ha sufrido muchas derrotas, a veces los oropeles de los fanfarrones nos hacen dudar y nos sentimos culpables. Como hemos visto caer muchos ideales, somos sensibles a la destrucción y nos encontramos más cómodos haciendo de idealistas o Jaimitos. Pero el arte es más fuerte que la fuerza física y que el dinero y a la larga, si el artista persevera, siempre hace más bien que mal. La prueba es que sin el fabuloso malhumor de Kraus no habría habido un Bernhard, y sin Bernhard, Dedéu no refrescaría con tanta gracia el ambiente, el otro día por ejemplo, restableciendo el honor de Xirinacs.
Dedéu: eres una carretera donde debería haber una selva, no te vayas a acoquinar nunca como algunos periodistas que, de tanto reducir la verdad a los hechos, a veces más que escribir en catalán parece que pasen la bayeta. Escribir es atravesar el fuego y salir indemne de las llamas, que se te considere socialmente imbécil y aun así un día te den la razón. Escribir es como amar a una mujer o hacer un referéndum dentro de España; en el momento que intentes descansar o retroceder, todo el peso del camino que has hecho te caerá encima de golpe. Entonces sí que el fuego se descontrolará y te vas chamuscar. Escribir es a todo o nada.
Para "llegar hasta aquello que no puedes tocar" vale más seguir la intuición y mandar a la hoguera lo que te pida el cuerpo. La última sensación literaria de Francia, Edouard Louis, es un crío de 24 años que dejó tan verde a su familia y el ambiente de los barrios donde creció que su hermano bajó a París a buscarlo con un bate de béisbol. Lo explicaba él mismo en el Financial Times, en uno de estos Lunch del Magazine tan chics. Decía que, a pesar de todo, su padre le había dicho que estaba orgulloso de él y había comprado no sé cuántos libros.