Uno de los primeros libros que leí con atención fue El embrujo de Shanghai, de Juan Marsé. Lo compré con el dinero que mi madre me daba por Sant Jordi cuando estudiaba en la universidad. Me gustó más que La tempestad, de Juan Manuel de Prada, por ejemplo, pero no tanto como La gran persecución de Tom Sharpe.
Sharpe no era un estilista pero ningún escritor me ha hecho reír tanto como él. Un día reía tan fuerte que, después de intentar que me callara, mi hermana pequeña corrió hacia la cocina gritando: "¡Mamá, mamá, Enric se ha vuelto loco!". Del libro de Marsé siempre he recordado que me arrancó un par de lágrimas y que me dejó la sensación de que tanto el autor como yo habíamos hecho una montaña de un grano de arena.
La idea de que la literatura castellana tiende a cutrear —a confundir el drama con la dramatización y la sordidez con la profundidad— la saqué de Marsé. Supongo que el vacío toma formas diferentes en cada cultura y que los escritores catalanes tienden a la cursilería, pero el hecho es que el libro de Marsé está lleno de calles barcelonesas y ni siquiera me acordaba.
A mí Marsé me parece un novelista menor. No quiero ser cruel, pero diría que es un novelista menor con chepa, encumbrado por escritores sudamericanos que sabían que nunca les haría sombra. Si pienso para qué me sirvió, sobre todo me sirvió para retrasar mi acceso al mundo de Pla y de Sagarra, por no hablar de Sales o de Calders, que no hizo nunca ninguna concesión a los españoles y es imposible de tergiversar.
Aquella joroba cómica y enorme de resentimiento, alimentada por los sectores que necesitaban que Catalunya fuera un país de gente achaparrada y reprimida, funcionó durante muchos años como un magnífico cortafuegos. Mucho antes de morir, Marsé ya recibía homenajes que rezumaban la misma punta de paternalismo interesado y pedantesco que a menudo se gasta en los elogios a los hermanos Ferrater.
A diferencia de los grandes escritores en catalán, Marsé se ahogó en las derrotas de los perdedores de la guerra y de los llamados charnegos. Decía que escribía en castellano porque le “salía de los huevos”, pero es evidente que eligió la lengua que le pareció menos problemática, y que pagó un precio por su facilismo. Igual que me pasa con Terenci Moix, no puedo leerlo seriamente sin una sonrisa.
La eternidad no guarda nada que sea prescindible y con la muerte de Marsé la comedia que aguantaba su mundo parece que tiene prisa para volverse una parodia. Aunque Joan de Sagarra diga que Marsé era anarquista, la reacción que ha generado su muerte ha vuelto a poner de manifiesto que la misión más importante de la cultura castellana en Catalunya es diluir la inteligencia y la memoria.
Está muy bien que Maria Bohigas explique que Marsé ayudó a Amat Piniella, pero no hay que hacer un doctorado para comprender el papel que el poder político y militar tiene en los procesos culturales y en las relaciones entre los artistas. Intentar que Marsé pase de ser la voz de las víctimas de la burguesía catalana a ser la voz de las víctimas del nazismo da un poco de risa, sobre todo si hace dos días has acusado a Marina Porras de banalizar los campos de concentración.
También es gracioso que los intentos de salvar a Marsé de sus decisiones se hagan desde VilaWeb. Vicent Partal, que sabe cómo se destruye una cultura, parece más interesado en mantener vivas las excusas de Marsé y sus idólatras, que no en poner el contexto que hace falta para deshacer el entramado de mentiras que todavía hacen que el novelista de Últimas tardes con Teresa parezca un autor más importante que Amat Piniella.
Ojo que, ahora que Marsé no está, quizás descubriremos que los propagandistas del Foro Babel y los propagandistas de "El món ens mira" forman parte de la misma tomadura de pelo.