The Atlantic Monthly se ha presentado este octubre con un número que da miedo de leer, pero que encarna muy bien el pulso contrarreformista del momento que vivimos. La portada evoca el diseño de la prensa americana de los años 50, la época de la caza de brujas maccarthista, y se pregunta, con letras muy gordas: “¿Está muriendo la democracia?”
El editorial empieza recordando que los padres de la Constitución norteamericana no creían en el final de la historia y contrapone el éxito de las redes sociales con el espíritu de los dirigentes que consolidaron la independencia de los Estados Unidos. Con un discurso de carácter alarmista, disfrazado de reflexión racional y antipopulista, la revista torpedea el optimismo ilustrado que rigió la globalización hasta el final de la presidencia de Obama.
Todo el número es una compilación magnífica del argumentario reaccionario que ha emergido últimamente en una gran parte de la prensa que hasta hace poco defendía las formas más buenistas de la democracia y de la globalización. Parece que la victoria de Donald Trump, y la celebración del referéndum de autodeterminación catalán, hayan marcado un cambio de rumbo en el discurso político hegemónico de Occidente.
Da la impresión de que Voltaire y Diderot hayan sido arrojados al fuego y que los nuevos ídolos del momento sean Burke y De Maistre —autores satanizados, que siempre he tenido en la estantería de los mejores—. Se ha terminado lo de la cultura participativa y del Small is beautiful. Ahora Facebook y Twitter ya no empoderan al individuo ni tumban dictaduras, como se decía durante las primaveras árabes. Ahora resulta que son el huevo de la serpiente de las formas más sibilinas de opresión.
La cuestión central de nuestra época, dice el editorialista del magazine norteamericano, es si se puede “rebajar la expresión directa de las pasiones populares”. La democratización de internet, insinúan algunos articulistas, podría ser incompatible con la estabilidad de los regímenes democráticos y del libre mercado. La fluidez de las comunicaciones, asegura uno de los colaboradores, exige que los Estados sean cuanto más grandes mejor para que “la mayoría no tiranice a la minoría.”
La revista acusa el periodismo de provocar la polarización y el tribalismo, y llega a plantear la necesidad de implementar una especie de formación del espíritu constitucional para enseñar a la gente a obedecer ciegamente las leyes. Es significativo que los mismos que pintan a Trump como un peligro público tengan un interés tan evidente en situar la guerra civil americana, en vez de la guerra de independencia, como la referencia mítica de la democracia del futuro.
Últimamente no hay diario importante que no utilice a Trump de excusa para vender la carraca autoritaria y esparcir el pesimismo. Todo hace pensar que la democracia no corre el peligro de morir, como insinúa The Atlantic, sino que corre el peligro de travestirse como se travistió el nacionalismo, a primeros del siglo XX. Aunque no guste recordarlo, el nacionalismo había sido una fuerza liberalizadora, antes de la Primera a Guerra Mundial.
The Atlantic no está solo en su cruzada del miedo. En general da repelús ver como los diarios manosean el constitucionalismo norteamericano, de inspiración inglesa y austriacista, y lo afrancesan sin escrúpulos. Las élites que acusan a las clases medianas de tener miedo a volverse irrelevantes en su casa también tienen miedo de perder peso en el mundo y utilizan los instrumentos democráticos de los Estados para atrincherarse y concentrar el poder.
Como ya he explicado en algún libro, es objetivamente imposible que Occidente gane la batalla en países autocráticos como China o Rusia con los viejos mecanismos de los Estados nación. La fuerza, la cantidad y las organizaciones verticales ya no están del lado de las viejas democracias, solo la sofisticación de las formas de libertad y representación permitirán a Estados Unidos y a Europa seguir liderando el mundo.
Henry Kissinger decía hace unos meses que Trump es una figura de transición que tanto puede servir para regenerar las viejas democracias como para hundirlas algo más. Leyendo The Atlantic da la impresión de que una parte de las élites occidentales se han vuelto pujolistas, es decir, se han acojonado, y tienen más interés en mantener sus redes de influencia que en solucionar los problemas que han llevado sus países a la decadencia.
Obama fue la última operación de marketing de la democracia norteamericana y Trump no deja de ser el fruto descarnado y cínico del autoritarismo que trataba de imponer su administración a través de un discurso buenista. Bajo el pesimismo que rezuman muchos periódicos, magazines y libros se adivina la intención de repensar la idea de la democracia desde Wilson, para imponer una versión más elitista.
El pesimismo rebaja las expectativas y, de entrada, sirve para calmar a la gente. El problema es que el pesimismo hace salir todas las momias repintadas del armario y, a la larga, las momias van contra la inteligencia y el comercio y acaban promoviendo todo tipo de profecías autocumplidas, después de pasar por las diversas las fases del contra reformismo, la melancolía y el dolor.
Aquí lo sabemos muy bien.